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Mostrando entradas de enero, 2015

Un verano de cine

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De buena mañana, los labradores trajinaban en las eras con las mieses y con los cañizos de las figas cuando las balas de los Mauser silbaban amenazantes en la atmósfera calurosa del barranco de la Tejería. El siniestro eco de los disparos alarmó la Casimira cuando bajaba al horno de la Marcelina con la tabla de los panes sobre la cabeza y la abuela de la Polla se sobresaltaba escobando la calle al mismo tiempo que, en La Barceloneta, alertada por los disparos, la Lustrosa huía espantada al solonar. A la voz del director “ se rueda, acción !”, el grupo de voluntarios dirigidos por Pedrito el Panadero, convertidos en protagonistas del transparente celuloide —vestidos con mono azul, correaje de cintura con hebilla dorada, alpargatas de tela, un gorro verde con borleta y armados con fusil de bípode y amenazante bayoneta calada— disparaban sin descanso, contra el enemigo las balas de fogueo que sobresaltaban los lagartos en su acecho silencioso y quebrantaban el somnoliento descanso de

Café

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La espesa boira de la mañana levantó hacia las once dejando un día soleado. Hacia las dos menos cuarto de la tarde, detrás de la cristalera biselada de la puerta de doble hoja se percibía ya el bullicio de los habituales parroquianos del café. Tras el largo mostrador de madera situado a la derecha del local, el señor Pablito manipulaba con destreza y sin descanso las empuñaduras nacaradas de las palancas de la Gaggia, una cafetera de tres módulos con cuerpo de pulido acero que brillaba bajo uno de los arcos de ladrillo rojo que decoraban la pared y poniendo cuidadosa vigilancia en el reloj de la presión del vapor del calderín. Su experiencia y predisposición le permitían preparar la consumición de los clientes habituales con solo divisar la boina, la ferreta o el bigote del parroquiano que entraba por la puerta; antes que el recién llegado diera las buenas tardes ya tenía el carajillo o el café y la faria encima de la mesa. Aquel sábado, dos de enero del sesenta y cinco, el local est

El Sanjuanero

Hacia las cinco de la tarde, grises nubarrones asomaban por el oeste del altiplano de San Juan. El Sanjuanero, un ermitaño enjuto y triste que tenía el encargo de avisar en caso de tormentas, agarró la cuerda con firmeza e hizo sonar con enérgicos toques la campana de la ermita en lo alto de aquella montaña del mismo nombre que ocultaba las inciertas amenazas que podían presentarse por el poniente. Más abajo, en el valle de los ríos, los campesinos iniciaron la retirada dejando sus labores de hortelanos mientras las lavanderas recogían a toda prisa las ropas mojadas en sus baldes de cinc, los bañistas de la fuente se apresuraban a salir del agua al tiempo que los abuelos de los mentideros abandonaban sus fábulas guerreras y los gorriones se escondían bajo las tejas de las tapias de adobes. La intensa luz de junio se desvanecía poco a poco cuando los apresurados campesinos cruzaban renegando el puente de piedra sobre el Alcanadre hacia sus casas. En un periquete apareció la ventisca to