Café
La espesa boira de la mañana levantó hacia las once
dejando un día soleado. Hacia las dos menos cuarto de la tarde, detrás de la
cristalera biselada de la puerta de doble hoja se percibía ya el bullicio de
los habituales parroquianos del café. Tras el largo mostrador de madera situado
a la derecha del local, el señor Pablito manipulaba con destreza y sin descanso
las empuñaduras nacaradas de las palancas de la Gaggia, una cafetera de tres
módulos con cuerpo de pulido acero que brillaba bajo uno de los arcos de
ladrillo rojo que decoraban la pared y poniendo cuidadosa vigilancia en el
reloj de la presión del vapor del calderín. Su experiencia y predisposición le
permitían preparar la consumición de los clientes habituales con solo divisar
la boina, la ferreta o el bigote del parroquiano que entraba por la puerta;
antes que el recién llegado diera las buenas tardes ya tenía el carajillo o el
café y la faria encima de la mesa. Aquel sábado, dos de enero del sesenta y
cinco, el local estaba a rebosar. Una estufa de carbón se encargaba de caldear
aquel ambiente cargado de los olores del tabaco, de las esencias perfumadas de
los licores y los aromas del café mientras la Marina no daba abasto en el
fregadero para el suministro de vasos, tazas y cucharillas. El Nazario iba y
venía de las mesas con buena disposición sirviendo humeantes y cremosos cafés
echando una mano a la familia. El siño
Tomás acercaba las botellas vacías a la barra y el Eusebio dirigía con energía el
servicio de camareros voluntariosos en aquel salón de planta baja cercano al
Alcanadre.
Cuando el reloj de péndulo con caja de oscurecida madera
de nogal daba los cuatro cuartos de las dos de la tarde, el Marceliano, después
que hubo saboreado el carajillo de perfumado brandy de garrafa con estudiada
parsimonia, lió un cigarro de picadura con papel Bambú, lo encendió con un
chisquero de mecha que sacó del cinto y cruzó la diagonal de baldosas de
mosaico de dos colores dirigiéndose hacia la mesa redonda de madera en el
extremo noroeste del local; se abrió paso entre las sillas de los mirones que rodeaban aquella mesa de
ocho jugadores de rabino dispuestos a
pasar la tarde y saludó con un escueto “quiai” a los que iban a ser sus
contrincantes en el juego mientras se hacía sitio entre Don Cándido y el Agustín
del Condón.. El Eusebio depositó encima de la mesa un elegante tapete verde wimbledon, dos barajas Heraclio
Fournier sin estrenar y un dorado cenicero triangular de aluminio con laterales
gravados con la marca de vermouth “Cinzano Rojo”. El Alfredo de la Blasa mezcló
los resbaladizos naipes satinados con reverso de damascos rojos y ribeteado
blanco, apiló las ciento ocho cartas en el centro del tapete y levantó un corte
centrado con base del diez de picas para determinar la mano. Narcisé repartió
las cartas de dos en dos con destreza de crupier y se inició la primera partida
de rabino con reganches de la tarde que se llevó, cincuenta y siete minutos más
tarde, el Joaquín de Pecaya con grave disgusto del Sarguero que estaba a punto
de cerrar con un ligado de color a
falta de una carta, según explicaba con pelos y señales el Eliseo –sordomudo
desde edad temprana— con grandes aspavientos corporales que estuvo a punto de
arrojar por tierra el carajillo del Antonio de Bertolo, que estaba de mirón
junto a la mesa. Las ochenta y seis pesetas del rabino de la segunda mano fueron
a parar al bolsillo del Manolito del Alejos que cerró, sin que nadie lo
esperase, con una escalera de as de cuatro corazones y dos trios en el instante
que, en la mesa junto a la barra, el José Petí, de pareja con Lecina, cantaba eufórico
las cuarenta en copas y se llevaran la garra de guiñote que disputaban al
Mosquito y el Cariño. El ambiente caldeado por la estufa, los carajillos de
coñac y el griterío de los jugadores fue en aumento hasta que, a solicitud de
Pascualé, Don Justo, el médico de casa
Pirleta, en un acto de prestigio profesional mandó airear unos minutos aquel
local que, entre otros, el caliqueño del Antolino había contribuído a
contaminar. A pocos metros, Bergua y Alberola pintaban una garra con un
arrastre de locos contra el Pabla y el
Malfey. Junto a la estufa, en una mesa de mármol blanquecino con patas de
hierro forjado pintadas de negro, el Antonié de la Tiendeta Nueva, después de
comprobar su mala suerte en la lista de premios de la lotería de Navidad de la
página diez, se entretenía con el
crucigrama de un ejemplar atrasado de La Vanguardia del 23 de diciembre –Horizontal. 4. Diosa de la abundancia— cuya
portada destacaba la lluvia millonaria sobre Lérida del segundo premio de la
lotería y sobre las quinientas familias de Bell-lloc d’Urgell que tenían
participaciones distribuidas por la Cooperativa del Campo “San Miguel” de dicha
población. Cuando el señor Pablito, el propietario, hubo ventilado aquel café
repleto de aragoneses de frentes bronceadas por el sol y con las manos curtidas
por el duro trabajo del campo y por el cierzo, la señora Dominica, su esposa,
directora de la única centralita telefónica local, especialista en poner y
sacar clavijas de un tablero vertical con agujeros, todavía portando el
auricular en la cabeza y con cierto sobresalto de parroquianos, entró en el bar
con cierta agitación en busca del Calés para avisarle de una conferencia de un
hermano exiliado en Toulouse; experta como era en comunicaciones, antes de
llegar al locutorio, al otro lado de la calle, la señora Dominica ya estaba en
disposición de hacerle un resumen de la conversación que iban a mantener, cosa
que no hizo por la prudencia y discreción que se suponía que debía mantener
como responsable del servicio.
Ya pasadas las cuatro y media de la tarde, cuando en el
local ya sólo quedaban los jugadores y mirones de la mesa del rabino, entró en
el bar el Forcada de Chalamera saludando
a todos con euforia y ganas de gresca por su fortuna reciente con la suerte en
la lotería y emplazó al señor Pablito a quemar dos litros de buen ron para
invitar a la clientela. Con sabiduría en las queimadas, mezclando esencias de
canela, de limón y de café, entre las llamas azuladas del alcohol, su mano
experta removía el cucharón con suavidad en aquel ambiente de jolgorio y
amistad entre hombres de ribera. Cuando los animados tertulianos de la barra y
los jugadores de la mesa redonda decidieron finalizar la fiesta, la boira del
río inundaba las calles del pueblo y se mezclaba con los humos grises de las chimeneas.
Juanjo_12.01.2015
Increíble tu memoria, era la época que todavía se hacían los tratos dando la mano, entonces había palabra de honor,mi niñez también fue en un pueblo , en este caso Collblanc Hospitalet, mi padre llevaba un camión con las botas de vino sirviendo a las bodegas del pueblo y los niños jugábamos a pelota en las calles por que entonces no habían coches aparcados y parábamos el partido cuando de tanto en tanto pasaba un coche, gracias por recordarme aquellos tiempos, por cierto me ha gustado mucho tu escrito.
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