El Sanjuanero
Hacia las cinco de la tarde, grises nubarrones asomaban por el oeste del altiplano de San Juan. El Sanjuanero, un ermitaño enjuto y triste que tenía el encargo de avisar en caso de tormentas, agarró la cuerda con firmeza e hizo sonar con enérgicos toques la campana de la ermita en lo alto de aquella montaña del mismo nombre que ocultaba las inciertas amenazas que podían presentarse por el poniente. Más abajo, en el valle de los ríos, los campesinos iniciaron la retirada dejando sus labores de hortelanos mientras las lavanderas recogían a toda prisa las ropas mojadas en sus baldes de cinc, los bañistas de la fuente se apresuraban a salir del agua al tiempo que los abuelos de los mentideros abandonaban sus fábulas guerreras y los gorriones se escondían bajo las tejas de las tapias de adobes. La intensa luz de junio se desvanecía poco a poco cuando los apresurados campesinos cruzaban renegando el puente de piedra sobre el Alcanadre hacia sus casas. En un periquete apareció la ventisca tormentosa y, después de un trueno aterrador que siguió a la cegadora luz de un relámpago veloz, se desató una tronada desalmada envistiendo las resecas cubiertas de las casas sin piedad. Al instante, por la calle Sanjuán bajó una riada que arrastraba las piedras calle abajo y el barranco “el Mon” parecía una cascada arcillosa incontrolada. La intensa tormenta coincidió con la llegada del “coche verde” de la Alsina y los pasajeros tuvieron que permanecer a bordo media hora tras los cristales entelados por la humedad hasta que hubo aflojado la inclemencia. Desde lo alto, el Sanjuanero asomó sus ojos grises hacia el pueblo para contemplar el efecto de aquella borrasca estival sobre la población: los ríos de agua por empinadas y sinuosas calles hacia el río, el trajín de viajeros y maletas en la plaza Mayor, las eras encharcadas, el color rojizo de los humedecidos tejados arcillosos, la algarabía de las golondrinas en el aire y los rezagados campesinos, chupidos por el chaparrón, que todavía asomaban a la altura de la chopera el Seco.
Allá arriba, el José –ese era el nombre de aquel Sanjuanero— habitaba junto a la María, una mujer menuda de Velilla, en una vivienda de sencilla construcción aneja a la ermita de San Juan. Una vida de penalidades en que la desgracia le trajo la muerte de un hijo por la explosión de un artefacto extraviado de la guerra civil y la temprana muerte de una hija despeñada mientras jugaba en el vertiginoso límite del acantilado. El tiempo y la mirada atenta desde el precipicio serenaban sus doloridos recuerdos. El José se maravillaba contemplando la luz sonrosada de los amaneceres veraniegos en los horizontes del Cinca, los colores hermosos de las copas de los chopos en otoño, las aguas limpias del río y los humeantes ribazos en invierno, las rojizas puestas de sol tras los montes resecos, el fresco verdor de la huerta en primavera, las mieses doradas de las eras en la trilla, la elegancia del vuelo de las cigüeñas del campanario de la iglesia, y también se emocionaba cuando veía la tristeza de las viudas con pausado caminar tras los ataúdes y el vuelo nocturno de las lechuzas. La espesa boira de diciembre lo aislaba de las miradas curiosas de las gentes del pueblo y creaba un halo opaco de misterio en el vacío. Su vida sencilla y pobre le llevaba a momentos de metafísica reflexión sobre la condición humana, sobre la vida y la muerte, sobre el destino de cada uno en este mundo, las irremediables desgracias y la fuerza imparable del destino. Agradecía a los vecinos su desprendida colaboración en la intendencia diaria cada mañana cuando bajaba a las calles del pueblo. Caminando por la estrecha senda vestido con pantalones de pedazos, chaqueta de raída pana, alpargatas de esparto, una vetusta alforja de recia tela en el hombro derecho y el abrazado santo en el lado opuesto, más bien parecía un personaje del medievo en el que se había detenido el tiempo. Con sus trabajos de encargo y la generosidad de las gentes conseguía el pan, el tocino, el aceite, la sal y las judías secas que necesitaba para el estricto alimento diario, a lo que se añadía, según la temporada, algunas verduras frescas y fruta del tiempo. El agua, imprescindible para beber y para el aseo personal, la conseguía de una “balseta” cercana a la ermita que se iba llenando con la lluvia, motivo por el que, en esta tarde de junio, el José tenía un motivo de satisfacción en su atribulada existencia.
Los toques de campana no se limitaban al aviso de tormenta; el tañer de la campaneta de la ermita llegaba a las alcobas soñolientas de los vecinos que a punto y día encaminaban sus cuerpos relajados al oficio de sobrevivir en los duros surcos pedregosos de los montes, en las canteras donde extraían la caliza piedra y en los talleres de adobes, en los irrespirables pajares de trigo, en las duras forjas de hierro, en los calurosos hornos de pan, en los artesanos talleres de madera, en los talleres de enea, de canastos de mimbre y de cañizos, en los ardientes hornos de cal, en los asfixiantes caballones de sus huertas y en las irrespirables minas de carbón de Mequinenza. Al mediodía, su lejano sonido melodioso avisaba de la hora de comer y, en los dulces atardeceres, la campaneta llamaba a retiro a las muchachas expuestas a las galanterías de los jóvenes que rondaban las calles. También avisaba con toques rápidos y potentes de los desastres del fuego en los pajares y en el campo, y servía de distracción a los chiquillos en sus escapadas regulares a la ermita saludando aquel Sanjuanero sencillo, humilde y amistoso que recibía con agrado las visitas de los niños en aquel lugar solitario de antiquísimo ritual pagano en que las novias invocaban la fertilidad saltando desde una piedra, y desde el que se podía contemplar la parte invisible de las casas y sentir la emoción de volar sobre las verdes aguas de los ríos.
12.12.2014_ por Juanjo
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