"El Cigarro"

Relato de ficción sobre el histórico bandolero del s.XIX, vecino de Ballobar, Manuel Miró –apodado “el Cigarro”—.

(La adaptación resumida de este relato titulada “Con la colilla entre sus labios” obtuvo el premio comarcal en la edición de 2019 del Concurso Literario convocado por el Consejo Comarcal del Bajo Cinca/Baix Cinca)

Capítulo 1_ “El Cigarro”

Un alegre tu-tu-liu de cogullas se extendía por los valles de la sierra de Ontiñena mientras las primeras luces del día teñían con suaves acuarelas un horizonte de estío. Cuando el sol iluminó las lejanas brumas de aquel sereno amanecer de primeros de agosto de 1874, Manuel Miró, El Cigarro, alarmado por el respingo de su mula al vuelo de un mochuelo, despertó de un brinco con su trabuco entre las manos y salió del refugio sombrío de la cuadra con el tronar de las palpitaciones agitadas. Ya en la era arcillosa del mas, respiró aliviado al comprobar su humilde soledad, tan sólo alterada por el afanoso limar de diminutas langostas sobre las espigas doradas, y relajado por la fragancia de romero que acercaba la temprana brisa de la sierra. Los primeros rayos de sol iluminaron su cuerpo erguido, vigilante y fuerte, ataviado con unos calzones de raída tela, con pedazos en el trasero, y que ajustaban en las pantorrillas con unas jarreteras con hebilla; lucía una camisa sin cuello, de basto lino, bajo un chaleco con botones de latón, y calzaba miñoneras de esparto con vetas negras de algodón y gruesa lona que en sus tiempos fuese blanca; rodeaba su cintura con negro cinto de algodón donde guardaba una afilada navaja cabritera con cachas de madera, una petaca de cuero con la picadura de tabaco, un mechero de chispa y una bolsa con cuatro duros de plata y algunos reales de dudosa procedencia; el Cigarro cubría su cabeza con un pañuelo negro, atado en la nuca, que ocultaba un sedoso cabello que trataba con aceite de tomillo que lo mantenía limpio y le ahuyentaba los piojos. Sus ojos verdes observaban el paisaje y extendían su reflejo por los valles tapizados de sabinas, romeros, artos y chinestras. Para comprobar su aislamiento, se dirigió a lo alto de la cornisa de la sierra y se acercó al canto soleado desde el que se divisaban extensos valles sembrados, un rebaño de ovejas entre los abrasados restojos, los espartos resecos de las laderas, el vuelo del cernícalo sobre su cabeza y, a través de la neblina, la difusa silueta de Las Garrigas, las cornisas del Ebro y el pico del Montmaneu, una montaña en forma de pirámide al otro lado del Segre que servía de guía a los esforzados campesinos para trazar el primer surco de arado en la labranza. Entre la belleza de aquel paisaje, El Cigarro dejó volar sus pensamientos apenados. Hacía tres semanas que vagaba por laderas y barrancos ocultándose de las patrullas hostiles de los guardias y alejándose de los lugares habitados. Pensó que aquel mas de Coca, que ya conocía de sus años de pastor y jornalero, era un lugar seguro para ocultarse un tiempo y descansar de su andadura errante, aunque debería tomar precauciones con el fuego para cocinar y vigilar la posible aparición de algún intruso alertado por el humo. El sol ya calentaba en lo alto cuando Manuel decidió volver a su refugio y preparar algunas trampas pensando en cazar algún conejo que abasteciera su escasa despensa. La brevedad de sus posadas le hacía agudizar el ingenio para sobrevivir en aquella tierra hostil. Conseguía el agua diaria en una balseta de piedra, cerca del mas, construida sobre suelo impermeable que retenía el agua de lluvia conducida a través de un reguero en la ladera, y que tenía unos escalones para facilitar el llenado de los cántaros y del botijo. Viajaba con un viejo puchero de barro que utilizaba para cocinar las secas legumbres que portaba en unos saquitos de tela; llevaba también consigo un trozo de cecina de cerdo, pan, algún chorizo, sal, tocino, unas cabezas de ajos y aquel mechero de chispa al que no se le terminaba nunca la piedra. Valorando sus escasas provisiones y las llamadas de su estómago vacío, se dispuso a preparar unos lazos, no sin antes de comerse un trozo de cecina acompañada de los restos de una hogaza de dos libras que negoció a la baja con el panadero de Pallaruelo de Monegros una noche sin luna. Distribuyó los engaños entre sisallos y romeros, por los pasos de los conejos hacia sus madrigueras, con la afianzada esperanza de conseguir un par de piezas. Encendió unas ontinas resecas en un hogar sin chimenea y añadió una toza de carrasca que encontró en la era. Acercó el puchero alambrado al hogaril con el agua, las judías, una cabeza de ajos, una pizca de sal y un trozo de tocino, lo rodeó con ceniza vieja y unas brasas hasta un cuarto de su altura y esperó a que echara a hervir . Salió a la era y se sentó en un ruello de piedra con la vista atenta hacia el camino. El sol estaba ya en lo alto y el viento inmóvil. Soñoliento por la vigía permanente, al poco, se quedó dormido.

Capítulo 2_ El lugar

En Vallobar, a cuatro leguas de aquellos montes, el sol del mediodía doraba las piedras del puente sobre el Alcanadre, abrasaba las grupas de las mulas que transportaban rebosantes vasijas en las aguaderas de esparto hacia las casas del pueblo  y quemaba las frentes de los campesinos que regresaban con la azada al hombro y un saco de verdura a las costillas. A su lado, algunas mujeres  pasaban con el cántaro de agua fresca de la fuente  que apoyaban sobre un trapo enroscado en la cabeza. Junto a ellas, el guarda de la huerta caminaba orgulloso con varios tejones muertos que cazó con lazo en las oquedades de los ribazos y de cuya piel sacaría unos reales; el barbero cruzaba el arco mayor del puente con un par de anguilas que cayeron en las trampas de la noche calma bajo un tronco hueco de la orilla y unos barbos que pescó a media mañana bajo los álamos frente a las ripas. Una pareja de guardias civiles regresaba sudorosa de su ronda matinal por el camino de los huertos, cuando el sanjuanero de la ermita hacía sonar pausada la campana como en toque de fajina. Ya en la casa cuartel, don Pedro Almansa, un brigada rechoncho y bondadoso que ejercía de comandante de puesto, recibía las novedades sentado frente a una mesa colonial –una reliquia que le acompañaba en todos sus destinos desde su estancia en Melilla— de madera de naranjo con incrustaciones de marfil y con tiradores de cobre en los cajones; sobre la mesa, un tintero de porcelana blanca de dos cubetas con un rebaje delantero con varias plumillas caligráficas y mangos con pinturas venecianas, un secante de madera con forma de góndola, un ejemplar del “Manual del buen guardia civil”, una edición sencilla del código civil y los restos de una reciente edición de poemas y epigramas de Juan de Iriarte que  el brigada recitaba satisfecho en las tertulias. El carácter bonachón de aquel brigada —hombre ilustrado y aficionado al priorato de Gratallops que degustaba en la taberna y cuyo dueño aseveraba con entusiasmada prosa que era el mejor vino de España— contrastaba con el mal temple del Nicanor, un cabo primero con malas pulgas que había combatido al ejército carlista en la defensa de Morella, que traía de cabeza a los cazadores furtivos obligados a la ocultación si no querían terminar con sus huesos en oscuros calabozos. De aspecto saludable y bien plantado y que miraba a los demás con altivez, el guardia Nicanor no salía nunca a la calle si no lucía siempre su uniforme azul oscuro bien planchado, con los pantalones ajustados en las pantorrillas por el interior de unas polainas de cuero hasta las rodillas que ocultaban unas botas de gruesa tela con suela de cáñamo y a quien, el brigada Almansa, dedicaba con guasa alguna copla en momentos de eufórico alborozo adquirido en la taberna:

“Quien se acicala y repule,
quien presume en el vestir,
o quiere que gusten de él,
o gusta mucho de sí”.

Completaban la guarnición armada cuatro guardias rasos de diferentes procedencias: un alegre sevillano cuarentón con mujer y cuatro hijos, un murciano con cara de pocas hostias y un joven extremeño, recién incorporado al cuerpo, legalista y concienzudo en el interrogatorio de ladrones empeñados en buscar tres pies al gato, aunque fueran cogidos “in fraganti”. Todos ellos, por órdenes recibidas a través de la valija oficial que repartía el correo mediante la diligencia de tiro de mulas que hacía el recorrido de Sariñena a Fraga y bajo el mando del brigada Almansa –aunque las malas lenguas achacaran el mando a su mujer, una navarra de Tafalla de armas tomar ante la cual no pasaba nunca un guardia sin cuadrarse y que los sardónicos tertulianos de la taberna llamaban “La Generala”— tenían el encargo de detener al bandolero de la población Manuel Miró, “El Cigarro”. El bandolero andaba siempre oculto entre los montes pero los rumores que corrían en los últimos días hacían presumir la posibilidad que anduviese por algún lugar cercano. Acostumbrado a toda clase de habladurías, el brigada Almansa, que no tenía por costumbre dar veracidad a los dimes y diretes de las gentes y basaba su criterio en informaciones contrastadas, en esta ocasión trasladó órdenes estrictas de mandamiento superior a sus subordinados organizando la búsqueda y captura del Cigarro, con la indicación tajante de apresarlo mejor vivo que muerto. El brigada reunió aquella tarde a la guarnición, dejando al sevillano de puerta para atender cualquier imprevisto local, y expuso a los guardias la organización de las patrullas para cubrir el territorio de su competencia que abarcaba los términos de Velilla de Cinca, Vallobar y Chalamera. El brigada braceaba con orgullo sobre una edición de un mapa de 1853, montado sobre tela, que extendió sobre su mesa después que hubo planchado las dobleces que permitían guardarlo en su estuche de madera –una separata del “Atlas de España y sus posesiones de Ultramar” elaborado por Don Francisco Coello, de escala 1:20.000, que había encontrado en las dependencias de la casa, propiedad del marqués de Ariño, donde se había instalado aquel destacamento provisional de la guardia civil, mientras informaba a sus guardias de la estrategia militar para dar con el paradero del bandolero Manuel Miró, el Cigarro. Cuando se hacía imposible recorrer a pie las distancias requeridas para llegar al límite de los términos municipales se establecian paradas nocturnas para descansar, dormir un poco y reponer las fuerzas necesarias para seguir la ruta; estos descansos se realizaban en los pajares de las parideras de común acuerdo con sus propietarios que, agradecidos con la patrulla al paso por sus tierras y dominios, solían dar indicaciones a sus mozos y pastores de obsequiar a los guardias con una buena cena. Una vez al mes correspondería acercarse a vigilar la parte del término cercana a los montes de la sierra de Ontiñena, desconociendo entonces que allí se ocultaba, en esos días de primeros de junio, el bandolero más buscado por aquellos guardias.


Capítulo 3_ los compinches
El amenazante vuelo de un esparvel motivó el graznido asustado de unas garzas cercanas, que salieron en su busca para ahuyentarlo del nido, despertando a  Manuel Miró de su larga siesta. El Cigarro entró en el mas, apartó el puchero del hogar y dio cuenta de un buen plato de sabrosas judías con una cuchara de madera de boj que siempre llevaba consigo. Maldijo su precariedad por la falta de un buen aceite de cosecha con el que tenía por costumbre rociarlas una vez abocadas en el plato. Guardó el resto para la cena y encendió con el chisquero de mecha un cigarro de picadura, liado a mano con papel “El Pino” –un papel de liar fabricado en Capellades  por la compañía catalana Miquel y Costas, Hnos.—  y que lo llevaría colgado de sus cortados labios hasta la noche. El humo del tabaco le relajaba en momentos temerosos, pero era más un efecto placebo puesto que la mala combustión de aquella picadura ocasionaba que los cigarros que liaba permaneciesen apagados la mayor parte del tiempo. Avanzada la tarde, sentado en unas piedras en la ombría de la pared de piedra orientada al este, sus pensamientos volaban a una velocidad tan vertiginosa como la de aquel esparvel que le había robado su sesteante descanso. Tanta soledad le abrumaba. Las horas pasaban parsimoniosas. Prefería los días de aventura de su viaje desde la sierra de Alcubierre, donde había pasado el invierno y parte de la primavera con “Cucaracha” y sus secuaces. El invierno había sido duro en los montes, y las cuevas de San Caprasio de Farlete –paraje de su estancia clandestina— poco confortables; obligados a hacer fuego en su interior por motivos de seguridad, los ojos se irritaban con el humo espeso de la hoguera. De vez en cuando, bajaban a los llanos en busca de suministro para la despensa; también conseguían algunos duros de plata con la extorsión de algunos ricos terratenientes y obtenían ropa, calcero y diferentes enseres con el robo de algún comerciante carretero en los caminos; en ocasiones,  asaltaban algún polvorín militar aislado con escasa guardia de remplazo, más fácil de reducir, donde obtenían munición para el fusil y pólvora para el trabuco. Las semanas pasaban deprisa con esa vida de sobresalto continuo. La compañía leal, el recio vino de Cariñena y el arte del camarada Eugenio Berdún de Sariñena –desertor de los carlistas que tocaba de oído una vetusta guitarra que la leyenda  atribuía generosamente el haber pertenecido al célebre guitarrista de Villarreal “ el maestro Tárrega” y que le faltaba la primera cuerda— ayudaban a pasar las largas noches a la luz de la lumbre cantando sentidas coplas suspirando amores que fueron imposibles:
“Siempre esperar,
no ver venir;
mucho anherlar
sin conseguir;
irse a acostar
y no dormir,
son tres cosas
para aburrir”
Les acompañaba Marcelino Berbeder, El Sastre, que ocupaba los días sin asaltos, robos ni extorsiones en la confección y reparación de los ropajes de los compañeros; chalecos aterciopelados, capas de recio paño para el frío, peales de lana, gorros, camisas y calzones de lino eran su especialidad; en ocasiones, había confeccionado, con bastante parecido, uniformes militares del ejército carlista que les permitían adentrarse con facilidad en poblaciones y casas de campo donde se incautaban de víveres y artículos de intendencia para sus guaridas. Del calzado y correajes se encargaba La Víbora, exguardicionero de Alcolea que gastaba malas pulgas, y del que las gentes de la comarca siempre hablaban de él y nunca bien.
En las noches heladas de San Caprasio, El Cigarro, poco propenso al jolgorio y de natural tendencia a la cavilación, pasaba las horas meditando sobre su vida atribulada de persecución. Sus pensamientos no trascendían más allá de su cigarro apagado entre los labios, y solo en ocasiones conversaba de sus cosas más personales con El Manco –un compañero de fatigas de Villanueva de Sigena— con quien compartía las ideas, los principios y la velada crítica ante la excesiva crueldad que, en ocasiones, denigraban de sus compañeros más terribles, como era el caso de la muerte cruel de un compinche de la cuadrilla de Cucaracha acusado de traición, al que le ataron una soga al cuello con una piedra, cruzando el Cinca desde Chalamera hacia Osso, arrojándolo al río, según le relató al Cigarro el joven barquero José Urrea de casa Solané, una noche oscura junto a los chopos del río. Ambos compartían la pasión por los paisajes de contrastes de la ribera del Alcanadre que hacía tiempo que solo contemplaban entre las tinieblas de la noche.
     Cigarro, esto no es vivir.
     Y que lo digas.
En vísperas de San Blas, el Manco, escuchó en silencio, junto al fuego, las palabras amargas del Cigarro cuando le confesó, con fondo de coplas y unos vasos de recio tinto de Lanaja, la razón por la que una noche sin luna decidió coger su navaja, una alforja con tres panes, un chorizo de la caña y dos paquetes de picadura y echarse al monte por dejar de soñar con la Severina –la criada protegida de D. Francisco Sasot, heredero de casa Bernardo que había satisfecho redención en metálico de quince mil reales para librarse del servicio militar obligatorio toda vez que el general Serrano había vuelto a instaurar el sistema de quintas para leva, evitándose así las feroces batallas de ultramar—, una moceta hermosa de ojos grandes como cantaricos que refrescaron a Manuel Miró los crepúsculos sofocantes de rebadán de aquel verano abrasador en los montes del Campillo, años atrás, entre las doradas mieses de los trigos en la era bajo el monótono canto de las chicharras en los restojos y la estricta vigilancia del mayoral de casa Bernardo; una escolta justiciera y cruel que dictó terrible sentencia con la inflexible amenaza de la forca del pajar entre las manos cuando sorprendió a la Severina entre sus brazos la estrellada noche de San Juan, después de un baño apasionado en las tranquilas aguas de la balsa, refrescados sus cuerpos desnudos por la fragancia de frondosas hiniestas.


Capítulo 4_ El brigada
Hacia las siete de la tarde de aquel sábado, veintisiete de junio, sentado en un sillón de barbero con cabezal graduable en altura por cremallera metálica, con dos apoyabrazos desgastados de madera de nogal, asiento y respaldo de cuero fijados con remaches de latón y reposapiés de hierro colado sujeto a un pie de base circular, el brigada Almansa, frente a un vetusto espejo con marco de madera con incrustaciones de marquetería, esperaba su turno de afeitado semanal leyendo “El Imparcial” —un ejemplar retrasado del día de san Juan que había traído de Huesca el recaudador de impuestos del gobierno y que, en su estancia obligada de varios días en la población hospedado en casa del Melero, siempre pasaba por la barbería del Raimundo a arreglarse la ferreta, darse un buen masaje de afeitado y charlar con aquel barbero que hablaba lo justo y escuchaba sin rechistar—, mientras el joven barbero calentaba el agua del cazo con un infiernillo de botica. Ante la siguiente noticia de la segunda página, el brigada sufrió una leve convulsión facial:
“Una cuadrilla de ladrones apostada el jueves último en Coll de Balagué, detuvo los cuatro coches que hacen viajes de Tarragona a Tortosa  y Valencia, despojando a todos los viajeros de cuanto dinero y alhajas llevaban. Se calcula en 4.000 duros el valor de lo robado.”

     !Por todos los diablos!
Raimundo Lasala Guillén, el discreto y joven barbero  que había colocado la bacía metálica en el cuello del brigada para humedecer su barba y aplicarle jabón con una brocha de mango nacarado, se dispuso a afeitar aquel rostro quemado por el sol con la precaución máxima de no cometer desliz improcedente dada la categoría del encargo que tenía entre manos.
     Mi brigada, si no se está usted quieto, no respondo.
     ¡Que indignidad! ¡Que infamia! ¡Que indecencia!
     No se altere, mi brigada, que no nos conviene. Deje eso en manos del gobierno.
     ¡Pues apañados estamos, Raimundo! Si más que un gobierno parece un gallinero.
     Como no lo arreglen ustedes…—enjabonó el barbero.
     Pues, en eso estamos, Raimundo, en eso estamos. Cualquier día de estos, damos que hablar.
     ¡No me diga, mi brigada! Me deja usted intrigado.
     El cabrón del Cigarro, que anda cerca. ¡Pero no sabe con quién se la juega ese ladrón caminero!
Entre pasada y pasada con aquella navaja albaceteña, bien afilada con el asentador de cuero, el Raimundo trataba de sonsacarle cuantos detalles pudiese sobre el paradero de aquel vecino echado al monte y de las estrategias de los guardias para apresarle. Y así fue que, en las bondades de un satisfactorio masaje refrescante que relajó al brigada, éste le relató, entre esencias perfumadas con alcohol, las órdenes dictadas al guardia Nicanor de patrullar por los montes de la sierra donde podría estar escondido Manuel Miró. Al oír el nombre del Nicanor, el Raimundo sintió un dolor en el hígado que le dejó inmovilizado de pies y manos en el instante en que le empolvaba el pescuezo con el aplicador de talco. Aquel guardia intransigente le hacía subir la bilis al gaznate solo de nombrarlo y no podía controlar su odio cuando requería sus servicios de barbero o sacamuelas. De carácter bondadoso y tranquilo, el Raimundo reprimía su ira cuando pasaba la afilada navaja por el cuello de aquel malnacido que le requisó dos perdices y tres conejos que cazó furtivamente una mañana de cierzo en las tierras del coronel Francisco Sasot y Nogueras, heredero de casa “Don Paco”. El barbero,  haciendo de tripas corazón, resolvió el trance doloroso con entereza de profesional desviando sus horribles pensamientos cuando el brigada le pagaba el servicio estético.
     Ha quedado usted para revisión cuartelera.
     Si señor, esto es un coiffeur, –dijo el brigada remirándose en el espejo.
     Con este arreglo, esta noche se marca usted un pasodoble, como se lo digo yo.
     Primero, habrá que afinar esta guitarra –dijo el guardia señalándose la abultada barriga y saliendo de la barbería orientando sus pasos hacia la taberna.

Al poco, el brigada Almansa traspasaba el umbral de la “Perla”, una taberna recogida y discreta al amparo del rincón de Zacarías, con un tonel de priorato y otro de clarete de la viña del Baristo, dos bancos de madera de carrasca frente a una única mesa de mármol blanco con patas de forja sobre un suelo de tierra humedecida, una cadiera de nogal con una mesita plegable en el centro del respaldo, una alacena con puertas de cristal y un ventanuco que renovaba los aromas del tabaco. El reloj de la torre tocaba los cuatro cuartos para las ocho de la tarde cuando algunos clientes bebían de un porrón de Vimbodí de cuatro cuartillos mientras compartían tertulia política, unas magras de jamón y recias tajadas de una hogaza. Decoraba el centro de la mesa, un plato de cerámica de Miravet vidriado de verde limón que contenía un cazo de olivas negras maceradas en aceite y condimentadas por la dueña con mezcla de ajo, sal gorda, romero y tremoncillo.
     Buenas tardes tengan, caballeros–anunció el brigada descubriéndose la incipiente calva.
Sentado frente al ventanuco, don José Carrera (1) sintió el aroma perfumado por el talco que desprendía aquel tricornio acharolado a su entrada en el local.
     Del barbero, ¿eh? –correspondió con forzada cortesía Paco, el tabernero.
     ¡Si señor! Un buen afeitado, que falta hacía. Me pone usted un vaso de ese tinto tan rico y les llena usted el porrón a estos señores que hoy invita la benemérita.
El brigada, hombre campechano y bonachón, se sentía feliz aquella tarde perfumada de lociones ante la perspectiva de causar una buena impresión a su señora que culminase en una noche de apasionados versos entre limpias sábanas de lino. Unos vasos de buen vino vinieron a entonar todavía más aquel cuerpo ilusionado que, al primer trago y en menos que canta un gallo, empezó a declamar ante los atónitos presentes:
“Si es o no invención moderna,
vive Dios que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna.
Porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo,
mídenlo, dánmelo, bebo,
págolo y voyme contento”

Sorprendido por la poética declamación, don Francisco Galiay Angás (2) le expresó su cordialidad con unas olivas del cuenco mientras don Francisco Lloro (3), médico del pueblo, expresaba tímidos vivas a la república federal, suspendida desde enero por decreto del gobierno presidido por el general Serrano; unos vivas que el brigada pasó por alto, bien por sus escasas convicciones personales con las cuestiones políticas, bien porque en aquel momento su interés estaba en la entonación del cuerpo para causas de mayor altura poética. Cuando ya iba por los dos cuartillos de vino consumido, resultado de la invitación cortés de los presentes, el brigada ya entonaba profundos versos filosóficos a los que se le unió José Bellvé de casa el Boticario, aplicado estudiante de farmacia y persona ilustrada que sorprendió a los presentes con un epigrama de Iriarte que entusiasmó al brigada y la complacencia divertida de los tertulianos:

“Rica y muda es la doncella:
mil andan alrededor:
dos dotes a cual mejor
lleva quien case con ella”

Todo iba como una seda hasta que el Francisco de casa Rausa entonó, con estimable mala leche, el desafortunado estribillo “¡Ay!, que me pica, ¡ay! que me araña, con sus patitas, la cucaracha”, poniendo acentuado énfasis declamativo en el final de estrofa. El brigada, que tuvo un ligero momento de lucidez institucional al oír el nombre de aquel ortóptero con reminiscencias bandoleras, convino en dar por terminada la juerga al recordar sus obligaciones institucionales, al tiempo que, en un conato de pasajera lucidez, recordaba la obligación familiar de estar en casa a las nueve para la cena especial de celebración de su aniversario de boda. Pasadas las diez de la noche, y a pesar de cierta inestabilidad institucional, tuvo la entereza militar de recibir sin rechistar, en presencia del guardia sevillano, las prusianas novedades de su señora que lo esperaba ataviada con una seductora bata de cama con ardientes lirios rojos y con cara de gravísimas circunstancias, plantada delante de la puerta del puesto de guardia.

1.      Don José Carrera, vecino de Ballobar, sindicalista y creador del partido Republicano-Federal de la Ribera del Cinca
2.     Don Francisco Galiay Angás era por entonces  juez de Tamarite y padre de Francisco Galiay Sarañana, que resolvería en favor del pueblo, años más tarde, el litigio sobre la finca los “Cuartos del Marqués”.
3.     Don Francisco Lloro era el padre del teniente coronel Ramón Lloro Regales, desertor del ejército nacional en la guerra civil y condenado a veinte años de presidio en consejo de guerra de los que sólo cumplió cuatro y que murió en Ballobar en 1954.


Capítulo 5_ la severina
En su soledad, el Cigarro pasaba por momentos de tormentosa reflexión sobre su alma desgarrada por las espinas de la vida. Sentado en una piedra, a la ombría de las bochornosas tardes de julio, sus pensamientos volaban somnolientos  sobre las ginestas hasta quedar enredados en los artos espinosos de las colinas abrasadas de la sierra.
Recordaba, siendo todavía un niño, la dureza del trabajo cuando arrancaba con su padre las rocas de aljez en las canteras de los montes de Peñalba y las acarreaba por los caminos pedregosos hasta el pueblo, cocerlas en los hornos y triturarlas para elaborar el yeso granuloso que se usaba en la construcción de viviendas, corrales y pajares, junto a resistentes adobas de arcilla. El monótono croar de las ranas de la balseta le acompañaba al rememorar sus infantiles cavilaciones de familia sin tierra, forzado a trabajar por cuatro perras mientras los demás niños iban a la escuela, cortando cañas para los cañizos de los tejados y para el secado de tomates, higos y orejones que se guardaban para los fríos inviernos; arrancando regaliz para venderla a bajo precio a mayoristas catalanes; limpiando acequias en la huerta y llevando cántaros de agua a las casas de los ricos hasta que, a los trece años, su padre lo puso a rebadán en casa de Bernardo. Los beneficios del salario eran escasos y su empleo representaba, al menos, una boca menos que mantener en casa. Trabajaba de pastor en casa grande con un jornal pequeño; tan sólo unas pesetas al año y el gasto de manutención era todo lo que ganaba sin contar las severas advertencias del mayoral si se perdía alguna oveja, si no sacaba el ganado a pasturar a la hora o se dormía a la sombra de un coscollo en las calurosas tardes del verano. Trabajaba todos los días del año, de sol a sol, pasando calor y frío, soportando torrenciales aguaceros, interminables días de cierzo y tormentas imprevistas en un campo polvoriento, otras veces embarrado, sin hablar con nadie, con hambre, con sed y sin barbero. Combatía los piojos y garrapatas con agua de romero y tremoncillo, y trataba las escoceduras, las llagas y los problemas digestivos con infusiones de hierba marreu que crecía junto a la paridera. Dormía en la pajera sobre una recia sábana tejida con una mezcla de cáñamo y de lino, de color indefinido por falta de lavado, que también servía para transportar la paja y para la recolección de las olivas. No disfrutaba de descanso semanal y tan sólo bajaba al pueblo en ocasiones para el esquile de las ovejas o el traslado del rebaño a otros lugares; momentos que aprovechaba para bañarse en el río, visitar a la familia y a su amigo el barbero para arreglarse el cabello. Aquellas  noches en el pueblo dormía en su casa y le entusiasmaba despertar al alba con el divertido guirigai de golondrinas y pardales después de una noche de aventuras en los sueños viajando con los navateros de Laspuña, jugándose la vida bajando enormes troncos atados por el Cinca con el bramido de las aguas en los cinglos y el espanto de las voces de fornidos montañeses que a viva voz gritaban: Zinca traidora, que as piedras amuestras y a os ombres afogas. Le entusiasmaba, de buena mañana, bajar al terraplén que daba al río y contemplar el brillo de las aguas junto al puente, sentir el fresco de la brisa veraniega, el baile alegre de los álamos de la orilla y el trasiego madrugador de la gente hacia la huerta. A veces, observaba el alboroto de las mozas que iban a lavar al río y descubrió el rubor adolescente en su piel curtida por el sol observando entre las cañas el divertido ritmo de la Severina con el jabón entre sus manos; admirando ensimismado la armonía de su cuerpo arrodillado sobre las piedras de la hilera; el frotar de sus brazos remangados sobre la tabla estriada pintando la mañana con las jabonosas gotas diminutas que brillaban en el aire, al trasluz de la veladura humedecida de la bruma, cuando esbandía con fuerza las sábanas blancas. Cautivado por la risa contagiosa de aquella chiqueta cuyas notas de jilguero se extendían animosas por los juncos y espadañas del río, Manuel quedó fascinado para siempre por aquella joven de enredados cabellos negros, rabisalsera y hermosa.




Capítulo 6_ El secuestro
Al despertar de su pasado, una de aquellas tardes de mediados de agosto, en los minutos en que el sol iniciaba el regreso a su refugio del oeste y la luz del horizonte ciega la visión, el Cigarro divisó en la cornisa de la loma la borrosa figura oscura de un jinete vestido de negro de los pies a la cabeza y con un trabuco entre sus manos. Aquella forma humana fue aproximándose poco a poco hacia su refugio mientras, Manuel Miró, con disimulada parsimonia para no delatar su temor,  se adentraba en el cubierto del mas para coger su arma. Su corazón palpitaba con fuerza temiendo el peligro, al tiempo que renegaba de su débil vigilancia por su estado ensimismado y soñoliento; un jinete que se acercaba confiado sabiendo que no debía temer por su vida al ir armado; seguramente llevaba tiempo observándole sin que se hubiese percatado y sabía de su soledad aunque desconociendo el peligro de su fusil carlista. El extraño visitante se paró al llegar a la linde del barranco observando la mejor manera de acercarse sorprendiendo al Cigarro que le observaba desde la esquina norte del pajar; descendió de su montura azabache y emprendió el camino hacia el corral; una liebre se arrancó a escasos metros de un esparto espeso, corriendo desesperada hacia los hondos cruzando la linde de los términos y, haciendo un quiebro, cogió el camino del perdido cuando los últimos rayos de sol se ocultaban en el horizonte de romeros, sabinas y coscojos. Aquella forma oscura de escasa estatura avanzaba con cierta lentitud pero a cuerpo descubierto. En el momento de cruzar una valleta con una pared de piedra para contener el terreno y enderezarse en un llano cercano, Manuel reconoció con alivio al intruso, tratándose del bandido Cucaracha, el más buscado de los Monegros, saliendo reconfortado de su escondite para celebrar aquel encuentro de prófugos camaradas con unos tragos de vino; Cucaracha hizo señales de tranquilidad hacia lo alto donde aguardaban “El Ferruchón” de Belver, “El Cerrudo” de Lalueza, “El Porgadoraire” de Albalate, “Carlos” de Almudafar y su amigo “El Manco” de Villanueva. Terminados los saludos entre amigos, Cucaracha relató su obligada andadura hasta allí huyendo de la presión de los guardias de Sariñena sobre sus refugios de la sierra de Alcubierre; el gobierno, presionado por los terratenientes y ganaderos de los Monegros, había decretado una lucha sin cuartel con el envío de una columna de guardias comandada por el Alferez Francisco Bergua Castro que ya había detenido en la madrugada del diecinueve de mayo, en Sariñena, a Marcelino Berbeder El sastre –quien había confeccionado los uniformes carlistas utilizados por su partida en el asalto a Villanueva de Sigena y Farlete— y seis miembros más de la misma banda. La voluntad persecutoria de aquel alférez no tenía límites; ya el veintidós de junio, con fuerza a sus órdenes, había apresado, en Alcolea de Cinca, a cinco compañeros confiscándoles armas de diferentes clases y algunas cajas de municiones. En la noche del veintiséis de junio, en columna de operaciones a su mando, la patrulla del alférez Bergua había detenido a Manuel Lax, y a Francisco Alós así como a Camila Martínez, que los encubría y prestaba su casa para reunirse al tiempo que colaboraba expendiendo la moneda falsa con la que trajinaban. Aquel alférez se la tenía jurada y no les daba cuartel. Su efectividad era desastrosa para la supervivencia de aquellos hombres en clara desbandada por los montes con evidentes dificultades para encontrar cobijo. De momento, decidieron resguardarse y descansar unos días en aquel paraje alejado de las poblaciones dado que El Cigarro llevaba allí unos días y parecía lugar seguro para preparar algún secuestro. El corral de Coca no daba para tanta gente y una parte del grupo se instaló en el mas del Pelú –construido años antes con el esfuerzo de Domingo Alegre Serés, su dueño— a doscientos metros al este, cruzando el barranco del Aceitero, con pesebre de cuatro palos, una piedra semicircular de arenisca en el hogar que protegía la pared del fuego y un pajar adosado con botero hacia la era. Con los detalles facilitados por el Cigarro, “Cucaracha” y su banda asaltaron una noche oscura la paridera de casa El Maño apresando a su dueño, Ramón Enrech Rausa, y enviando al pastor a Vallobar con órdenes de pagar un buen rescate y guardar silencio estricto si querían volver al heredero sano y salvo. Con los duros del rescate entre sus manos, Cucaracha y su cuadrilla se despidieron del Cigarro y emprendieron la huída, sierra adentro, hacia las cuevas de San Caprasio.


Capítulo 7_ El Alférez


Hacia finales de agosto, un grupo de jinetes armados entraba al trote por el puente de piedra. Encabezaba la marcha D. Francisco Bergua Castro, un alférez militar con mando en la guardia civil cuya eficacia en la lucha con los bandoleros había sido más que probada. Las peñas retornaban el ruido de los cascos herrados con asombro de las gentes y unas criaturas se unieron a la patrulla en su paso marcial por la plaza Mayor. El guardia murciano, que había observado la llegada de aquel séquito militar desde el puesto de guardia, se dirigió a buen paso hacia las estancias del brigada Almansa para anunciarle las novedades que traía aquella tarde calurosa. El brigada, que se levantaba de una ardorosa siesta de exóticas fragancias, se dirigió al patio interior de la casa, adaptado como patio de armas del provisional cuartel, donde ya esperaba la patrulla comandada por quien había de ser, a partir de entonces, su galoneado superior.  Sin descender de su caballo, el alférez Bergua alisó su poblado mostacho y entregó las órdenes de mando, que sacó de la guerrera, al sorprendido brigada. Los jinetes de uniforme estaban exhaustos por la sed, el calor y la cabalgadura que habían emprendido a las siete de la mañana en Sariñena con un alto en el camino para el almuerzo al mediodía en el monasterio de Villanueva de Sigena; a la voz de “rompan filas”, los caballos fueron acogidos en las cuadras y los guardas instalaron sus petates en los graneros de la casa adaptados con unos jergones de esparto como dormitorio de campaña. Hacia las ocho, la señora Almansa ya había reunido unos huevos y unas magras para la cena improvisada de aquella tarde bochornosa de mediados de agosto, bien regada con un clarete del año, obsequio del Bernardo. Concluida la cena, los dos mandos pasaron al salón de la casa, una estancia con buena ventilación, una cómoda isabelina tintada en negro de cuatro cajones, un espejo de marquetería floreada y dos sillas de piel con apoyabrazos de madera. La brisa del río refrescaba el ambiente en una noche clara de luna llena que incitaba a la tertulia. Como invitado mudo de aquella reunión, un dragón inmóvil miraba fijamente un mosquito de largas patas que estaba posado en el desconchado vano de la ventana. Don Francisco Bergua platicaba orgulloso sobre sus éxitos militares con los bandoleros de la zona y explicaba al brigada el contenido de su presencia al mando del cuartel cuando, alertado por la presencia curiosa de aquel saurio ceniciento de ojos giratorios al acecho de aquel esquelético insecto, el alférez resumió su monólogo al atento brigada con aquella imagen imprevista que daba la idea exacta de su estrategia para apresar al bandolero más buscado de la población.
     ¡Ahí lo tiene, Don Almansa!
     Si señor, una salamanquesa inofensiva. ¡Buen ejemplar!
     ¡No, hombre, no! Me refiero a nuestra estrategia para atrapar al Cigarro.
     Explíquese, Don Francisco, explíquese.
     Ese rufián conoce bien los montes, ¿no?, pues es de suponer que está al acecho y vigila cuanto ocurre a su alrededor.
     Eso, seguro. Está criado en el campo, el muy tunante.
     Entonces seguiremos la estrategia del dragón: mimetismo y decisión, amigo Almansa; cuando esté más confiado, ¡zas!, a joder Cigarro.
     El monte es muy grande, Don Francisco.
     Daremos con él, ya verá. ¡Pasará usted las fiestas de San Juan el Degollado bailando jotas!



Capítulo 8_El final
El Cigarro pasaba los días vigilante, contemplando el vuelo de esparveles y milanos. Guardaba las pieles de los conejos que cazaba para negociar con ellas algunos víveres con los labradores y pastores. Aquel amanecer de finales de agosto, se acercó a los altos del Picacho donde podía observar los llanos de la Portellada, la llanura bajo las Menorcas y la val de Valdemarco donde divisó la figura lejana de un mozarrón que preparaba las mulas para la trilla de las mieses; el Cigarro conocía bien aquel joven con calzón, alto como un chopo, que vivía en la parte alta del pueblo. El hambre hizo que se detuviera en observar unas gallinas que correteaban por la era picoteando el grano y buscando los insectos que aportaban las proteínas para su sustento. El sol se elevaba por el horizonte presagiando una mañana calurosa. En un cubierto adosado descansaba un carro de dos varas fabricado con madera de olmo, herrajes de forja y dos ruedas con radios de encina y con llantas de hierro, que confluían en una maza central de fresno con chaveta. Una señora con sayas negras y pañuelo en el cuello acudió a llenar el cántaro con el agua fresca de la noche en la balseta al fondo de un reguero. Una lechuza voló del olivar asustada por los pasos mientras las alegres cogulladas paseaban por el camino pedregoso. El Cigarro necesitaba provisiones y pensó que aquellos paisanos estarían dispuestos a ayudarle manteniendo el secreto de su escondite. Prefería negociar que robar, al menos a personas sencillas del pueblo que se ganaban el sustento con su esfuerzo; bastante tenían con tener que cultivar aquellas tierras lejanas de “el omprío” por ser el resto, en su mayor parte, propiedad del Marqués de Ariño, una finca formada por siete cuartos dedicada al pastoreo de ovejas y a la caza donde los vecinos no tenían ningún derecho ni beneficio que no fuese acabar en el juzgado si ponían los pies dentro de sus linderas. Decidió esperar a las primeras horas de la noche para evitar ser visto desde lejos por algún chivato de los guardias; siempre era mejor prevenir que curar. Una pareja de gavilanes volaba dando pasadas circulares a baja altura sobre los tozales de la Sierra cuando el sol justiciero de agosto amenazaba con un día de infierno. Salió de su escondite con sigilo y regresó buscando la protección de la maleza y los barrancos. Revisó las trampas y encontró dos conejos del año que le llevaría a aquel campesino, además de una docena de pieles ya curadas, a cambio de unos huevos frescos, medio cuarterón de vino, un poco de tocino y algo de tabaco. A la hora convenida, inició el camino con la mula por el barranco hasta el Portillo. Los últimos rayos huían por el oeste alargando las sombras hasta la cortada y ocultando su presencia hacia los valles por el cegador contraluz de la puesta de sol. Cruzó el camino,  rodeó el barranco y permaneció escondido en un boquero esperando la primera penumbra de la noche para acercarse hasta la era. Oscureciendo, se acercó con sigilo y les sorprendió cenando al fresco. Aquella visita inesperada, con un fusil entre las manos, causó confusión y sobresalto. Aquellas gentes temieron por su vida y sus bienes hasta que se percataron de la identidad de aquel intruso que conocían desde niños. El Cigarro saludó con cortesía sin bajar la guardia, con el caño del fusil orientando al suelo dando muestras de poca hostilidad; compartieron cena y unos tragos de clarete en un ambiente campechano y parlanchín que reconfortaron al Cigarro el desharrapado cuerpo y su alma desgarrada. Entre trago y trago, acompañados por el humo perfumado del tabaco, el Cigarro fue informado de los rumores que se oían en las tertulias taberneras, sobre las intenciones de la nueva patrulla de la guardia civil instalada en el pueblo al mando de un alférez aguerrido, y de las murmuraciones y chafarderías de ciertos corros femeninos, a la fresca de la noche, sobre las palabras de admiración que profería un  guardia civil, de nombre Nicanor, de buena presencia y con inclinada querencia por los perfumados matices de hinojo, albahaca y hierbabuena que desprendía la Severina cuando pasaba delante del puesto de guardia, como en una pintura de Goya, con el cántaro sobre su cabeza. Sin desvelar su escondite a los presentes y con la promesa temerosa de aquellas gentes de no revelar aquel encuentro, el Cigarro regresó a su refugio, amparado por la oscuridad de la noche sin luna, con las sienes encendidas por la cólera causada por las murmuraciones que acababa de escuchar. Los celos cabalgaban sobre nubes tenebrosas y en los montes de la sierra ya sonaba el tremebundo tronar de los trabucos de la ira. A su paso, las rabosas y lechuzas huían despavoridas intuyendo el olor de la amenazante pólvora quemada cuando, en la solemne negrura de los montes, brillaba la encendida brasa de su colilla y sobre su cabeza relumbraba un halo luminoso de tragedia justiciera: ‘Si aquel cabrón osaba cortejar la Severina, era hombre muerto’.

Al brigada Almansa le llegaron rumores de la presencia del Cigarro por los montes de la sierra. Un cazador furtivo a resguardo de la noche, un pastor en duermevela o un vagabundo sin escrúpulos había avistado un jinete extraño y se había ido de la lengua. Antes que canta un gallo, la patrulla guerrera cruzaba los montes camino de los altos de la sierra de Ontiñena. El alférez Bergua mandaba la fuerza formada por el brigada Almansa, tres guardias y un cabo altivo y sin miedo. Hacia las cinco de la tarde, negros nubarrones amenazaban los montes cuando los guardias divisaban la sierra. Aquella tarde aciaga, el Cigarro afilaba su navaja cuando despertó una ventolera del oeste que elevaba remolinos arcillosos hasta el cielo y hacía rodar por los campos resecas barrellas. Unos cuervos volaron asustados sobre el tejado cuando el rayo se clavó en el horizonte iluminando unas siluetas siniestras a caballo que observó el Cigarro. El bandolero se temió lo peor y se apresuró a la huida. Un trueno aterrador resonó entre las laderas y espantó la mula que se lanzó, camino abajo, hacia los guardias desvelando su guarida a la patrulla. Ya llovía a sábanas sobre el valle y el agua empapaba las capas azules que escondían las armas. Cerca del lugar, el alférez ordenó descabalgar y rodear aquel mas que los relámpagos iluminaban en lo alto del tozal; tomadas las posiciones, el brigada lanzó un ultimátum con instrucciones claras que evitasen la desgracia:
–¡Está usted rodeado, bandolero, ríndase a la guardia!
El Cigarro no se dio por vencido y se encomendó al trabuco y a su navaja. Dentro del mas no tenía escapatoria y salió corriendo hacia la era. El primer disparo de los guardias resonó como un horrible trueno que espantó las ratas. El Cigarro repelió el ataque y salió veloz, dando quiebros entre los espartos, barranco arriba. Al instante, la intensa luz de una centella enmarcó su huída, y un tiro certero del cabo lo dejó muerto en el barro con la colilla entre sus labios.
Ni tiempo tuvo de redimir su culpa ni ofensa de galones vengar con su navaja. Y, terminando agosto, Manuel Miró fue enterrado entre aromas de hinojo, albahaca y manzanilla, sin responsos ni homilías, a resguardo del cierzo y de las habladurías.
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Juan J. Berniz Chavarria,


Ballobar, verano/otoño de 2015
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Bibliografía/Documentación (para acceder, hacer "clic" sobre el enlace)
    El bandolerismo en los Monegros,  artículo de José Antonio Adell y Celedonio García, publicado en “Alacay”, Publicación de Cultura Tradicional Aragonesa de la Agrupación Folklórica Santa Cecilia. Mayo-Agosto 1998 - Nº 6 –Año III.

  Extracto detalle del documento sobre Manuel Miró y otros bandoleros de la Memoria Histórica de Huesca (año 1874) del Servicio de Estudios Históricos de la Guardia Civil en Madrid, facilitado por José Muñoz Buiza, coronel jefe del servicio.

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