Relatos antiguos

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Pange, lingua_ por Juanjo

Una luz intensa penetraba por el gran rosetón de la iglesia a las cuatro de la tarde del segundo jueves de aquel mes de junio del sesenta y ocho. En aquel colegio se celebraba la festividad de Corpus Cristi con todos los alumnos, niños y jóvenes, preparados para la solemne ceremonia. El monaguillo turiferario en aquel teatro sacro entregó el incensario al sacerdote que oficiaba aquel solemne acto devoto. Con aquel armatoste humeante en la mano que movía en todas las direcciones con firmes movimientos oscilantes, el religioso iba extendiendo los aromas de sándalo, de cedro y de trementina junto al altar. A la izquierda de la nave, un hermano virtuoso de la música sacra extraía las graves notas de un canto gregoriano que realzaba aquel momento fervoroso. En los barnizados bancos de madera de la última fila se situaban los alumnos de los últimos cursos de bachillerato superior, según organización impuesta por el protocolo de situación ordenando de menor a mayor proximidad al altar según la edad de los escolares. Quizás interpretaba que los más pequeños requerían una atención más cercana a la emoción de la contemplación divina, al tiempo que daba por sentado que los alumnos mayores ya tenían la dosis suficiente de adoctrinamiento o toda la que, para bien o para mal, eran capaces de soportar. En el extremo exterior del banco, sentado con desgarbada pose, pantalones largos encogidos por el portentoso estiramiento de aquella primavera, delgaducho, melena hasta los hombros y con cierto trance espiritual provocado por las esencias vaporosas del incienso, el Sebastián se contagiaba de aquel ambiente espiritual que penetraba por todos sus sentidos. Las notas calurosas que soplaban por las trompetas de aquel órgano de tubería se mezclaban con las graves voces del coro de religiosos en una simbiosis mística que permitía la relajada ausencia de la mente en aquella tarde de fervor contemplativo.

Pange, lingua, gloriosi
Córporis mystérium
Sanguinísque pretiósi,

Un cura navarro de Tudela de mediana edad y buena estatura, presumido y atlético, dirigía los oficios religiosos de aquella tarde de final de la primavera . Vestido con alba blanquísima y casulla dorada, se acercó al altar junto al retablo neoclasico y, con gran ceremonial vaticano cogió la custodia plateada por el pedestal, se giró portando la hostia en el viril dorado con forma de sol radiante tras una luneta de transparente cristal y, con los fuertes brazos elevados hacia el cielo, fue recorriendo el pasillo central del templo mientras el monaguillo aireaba los perfumados olores del incienso a su alrededor. El cura, padre administrador del colegio entre cuyas funciones tenía el suministro y buen funcionamiento de la cocina, avanzaba con pausado y firme paso entre aquella nube de humos perfumados iluminados por el sol de tarde. Entre aquella mística humeante de fragancias, sus pensamientos no encontraban la paz. Hacía tiempo que se debatía entre la ética y la estética, entre el bien y el mal. Las obligadas visitas a la cocina por cuestiones de intendencia doméstica habían producido una transformación en su estado de ánimo. La señora Lola le turbaba. Poco a poco, aquella cocinera de ojos verdes y tímida mirada fue penetrando en sus pensamientos hasta convertirse en obsesiva persecución. Él luchaba para apartarlos de su atormentada existencia pero, como vuelven las olas a la playa, iban y venían rítmicamente y sin descanso. Se sentía atraído por aquella mujer de piel suave, con una graciosa cola de palmera en la cabeza, que se movía desenvuelta entre aquellos cacharros de cocina y que se sonrojaba visiblemente ante sus generosas atenciones. Siempre encontraba algún motivo para visitarla: una modificación urgente sobre el número de comensales al mediodía, un recado telefónico del marido ferroviario para indicarle que no llegaría a la cena por avería del convoy en la estación de Miranda de Ebro, o para probar la sopa. Cuando la señora Lola le acercaba el cucharón de caldo, él cogía con suavidad aquella mano temblorosa que acariciaba su piel y renegaba en silencio de sus hábitos torturado por el traumático destino y por la zozobra de su espíritu desolado y abrumado por la estricta virtud. Su tormento agudizaba en las noches solitarias de su alcoba donde reflexionaba sobre el profundo cambio producido en sus emociones, la fidelidad de sus votos y la atracción inmensa de aquella mirada vergonzosa que le producía una alteración incontrolable. Sólo con aterradores golpes de pelota en el frontón, a modo de cilicio sanguinario, conseguía calmar su martirizado espíritu de clérigo enamorado. Aquellas manos enormes, lastimadas por los duros golpes de pelota, sostenían ahora la custodia sagrada que avanzaba con lentitud entre los acordes monofónicos de los cantos.
Tantum ergo Sacraméntum,
Venerémur cérnui:
Et antíquum documentum

El bufador del órgano fue subiendo de intensidad y los cánticos gregorianos del coro de barítonos y tenores invadían los oídos adolescentes de los estudiantes allí reunidos por orden clerical. El ímpetu sonoro que infundió aquel coro en la estrofa del “Tantum ergo...”, junto a los cósmicos intempestivos baños de agua bendita que salpicaban del hisopo pastoral, despertaron al Sebastián que había quedado momentáneamente traspuesto por la agradable somnolencia que le produjeron los inmateriales efluvios de aquel péndulo vaporoso y que le habían trasladado a los platónicos días de la primavera en que admiraba, desde la ventana del refectorio escolar, el paso pendular de aquella joven gitana de ojos oscuros y melena ondulada de azabache hasta la cintura que confundían diariamente sus sentidos. Con los pasionales versos de Tantum ergo Sacraméntum aún en sus oídos y ajeno a las íntimas cavilaciones de aquel cura navarro, el Sebastián consiguió reponerse de aquel trance del espíritu y agregar su extraña voz adolescente al “amén” final de aquel cántico gregoriano.

(07.12.2014)

Pange, lingua





Vértigo _ por Juanjo


Hacia medianoche, la espesa boira de primeros de noviembre envolvía las calles de la población a la salida del salón de cine de casa Gabriel. La festividad de todosantos había coincidido con el estreno tardío de la película “Las novias de Drácula” en sesión nocturna para adultos. El padre de Manolito había hecho la vista gorda a su salida nocturna porque iba acompañado de un hermano mayor que había venido de Lérida donde realizaba sus estudios superiores. Impresionado todavía por los ensangrentados besos en la gigantesca pantalla de aquel cine de pueblo –con butacas alineadas de madera oscura, con una estufa de leña en primera fila y un sencillo quiosco de cacahuetes, chufas y regaliz que regentaba la siña Blanquilla, y acompañado por su hermano mayor, Manolito emprendió el regreso a casa a través de aquellas calles de tierra humedecida y con los ojos pataleros en cada esquina temiendo el vuelo intempestivo de algún murciélago vampiro con malas pulgas. Ya en la casa, después de asegurar bien la regosta de madera por si acaso, en el seguro abrigo de una cocina aún templada por la toza de olivera del hogar, tomando un vaso de leche fresca –sin motivo aparente ninguno y sin poder establecer relación alguna entre el efecto y su causa— cayó fulminado en un suelo de mosaico de aguadas mareantes. Cuando recobró el conocimiento de su situación sólo notó un fuerte sabor a bilis, el desagradable olor a penicilina que impregnaba la estancia y la semioscuridad de una habitación de la primera planta del “Seguro”, el hospital de la seguridad social de Lérida capital. Acostado rígido en su camastro, el mínimo cambio de dirección con la mirada hacía que las paredes, el techo y los muebles iniciasen un viaje estelar sin rumbo ni coordenadas que le provocaba un mareante viaje a los infiernos en compañía de terribles vómitos interminables. Cuando al cabo de unas semanas de horizontalidad inició sus primeros pasos inestables por la penumbra de aquella habitación y asomó el azulado iris de sus ojos doloridos por la luz a la ventana hacia el oeste, contempló extasiado la belleza de aquel jardín alfombrado por la otoñal hojarasca de los álamos blancos, la suavidad hermosa de la boira y los saltitos de los pardales entre las ramas desnudas. A través de aquella ventana con marco de hierro pintado de blanco le pareció ver las imágenes de su pueblo que tenía gravadas en la memoria: la luz blanquecina entre los chopos, el dulce vuelo de las aves sobre los álamos blancos del Alcanadre y la melancolía de los juncos entre las verdes aguas junto a las casas.
Días más tarde, sus crisis vertiginosas no mejoraban y los doctores determinaron su traslado al hospital del Valle Hebrón en el barrio barcelonés de Horta. En una habitación inmensa con una decena de camas llenas de enfermos varones de todas las edades, Manolito pasó las de Caín. Los días se hacían interminables en aquel lugar extraño donde había que hacer pipí en una botella de cristal y donde las enfermeras tomaban la temperatura poniendo el termómetro en la boca para que los enfermos no pudiesen quejarse durante media hora, que es el tiempo que tardaban en retirarlo. A veces, al despertar, veía, en alguna de las camas que ocupaban el resto de enfermos, un bulto alargado tapado de los pies a la cabeza con una sábana blanquecina rematada en su extremo con las palabras “Residencia Sanitaria Francisco Franco” bordadas con hilo de deslucido azul. Unos hombres de rostro siniestro volvían más tarde a recoger aquella masa inmóvil sin respiración. Nunca le hablaban de ello. Durante años, aquellas desapariciones aleatorias siempre fueron un misterio sin desvelar. Con el paso del tiempo fue atando cabos y llegó a entender aquel enigma mortal hospitalario. Una madrugada de primeros de diciembre, todavía de noche y sin aviso, apareció un barbero en su cama. Mareado y soñoliento, Manolito fue desposeído de su cabello con un rapado al cero con una máquina eléctrica y un escrupuloso afeitado a navaja posterior. Todavía conservaba el impacto sentimental en su cerebro. Cuando acercaba su mano a la cabeza para comprobar aquel desaguisado estético, su mano se paralizaba unos centímetros antes de hacer contacto con la blanquecina piel de su cráneo desnudo. Tuvo que hacer varios intentos para conseguirlo. Su joven cerebro había memorizado con tanta exactitud la distancia que tenía que recorrer su mano hasta desplazar el flequillo de su frente, o para rascarse la cabeza o peinarse las onduladas mechas de su infantil cabellera que la completa rasuración de su pelo le había creado tal desajuste matemático en el cálculo milimétrico de las distancias que quedó momentáneamente desorientado. El consuelo protector de sus padres le ayudaba a consentir los desgraciados avatares que tenía que soportar. Aquel día entró en quirófano. Los doctores —según fue atando cabos con la edad— buscaban en el interior de su cráneo alguna razón temible que pudiera dar criterio a un diagnóstico fiable sobre la causa de su indomable vértigo. En una mesa de operaciones de frío acero pulido, atado de pies y manos con correas de cuero para evitar dificultar las tareas de los cirujanos y enfermeras presentes, fue anestesiado localmente en la cabeza con cierta afectación al raciocinio, sin perder totalmente la conciencia que le evitara la constatación de horrorosos momentos. Cabeza abajo, con la cara insertada en un orificio para su comodidad, tuvo instantes de cierta lucidez visual entre las tinieblas de la anestesia, que le permitieron ver en la vertical hacia el suelo un cubo de color verde con asa metálica donde iban cayendo las pausadas gotas de sangre producidas por dos cortes craneales separados un par de centímetros como aquella ventanita que tenía costumbre de hacer su madre con las sandías antes de darles el definitivo cuajo horizontal para saber si estaban maduras. Manolito temió que, a través de esos orificios, pudiera evadirse la intimidad de su cerebro y los grandes secretos que guardaba encerrados en su cabeza: como aquel sueño que no quería que terminase nunca en que su cuerpo levitaba y volaba horizontal por las calles de su pueblo sólo con mover suavemente los brazos y las piernas; como el secreto de aquel gato rubio que se acercaba sigiloso a su cama en las noches de invierno y dormían juntos enredados entre las sábanas de lino; como aquella cueva que visitaba con sus amigos en la montaña de sanjuán donde asaban patatas mientras jugaban a forajidos del far west; como aquella mañana de foineta en que se saltó las clases escondido en un corral abandonado por el miedo que causaba un maestro intransigente; como la ocultada aventura de haber cruzado el río caminando por la cornisa exterior del puente de piedra… Los gritos y lloros de rabia y desconsuelo de Manolito retumbaban en aquel quirófano sangriento mientras las agujas de coser iban y venían dando puntos de sutura en aquella cabeza angustiada y sin pelo. Su cráneo quedó cubierto por unas gasas estériles sujetas con esparadrapo y, por suerte para él, nunca se desveló motivo de mortal preocupación achacando su dolencia a una infección desastrosa en el interior de los oídos. Poco a poco, cargado de antibióticos y potingues de botica de farmacia fue recuperando la estabilidad, el hambre y los paseos por la tercera planta de aquel monstruoso hospital barcelonés. Las mañanas de los domingos se acercaba a los amplios ventanales soleados; se distraía con el corretear de los jóvenes futbolistas en el campo de la Unió Athlètica Horta, con las sesiones interminables de dibujo al natural y con la extraña visión de personas que iban y venían de unos destartalados barracones construidos en la montaña cercana, gente digna que vestían de mudar los días de fiesta y que trabajaban en las fábricas, en el puerto con los barcos o construyendo casas tan altas que a Manolito le parecían rascacielos.
Hacia finales de diciembre del sesenta y cuatro, ya con cierta mejoría y con grueso vendaje en la cabeza, los doctores estimaron conveniente concederle el alta hospitalaria y dar un merecido descanso a la atribulada familia. El ilusionado viaje de regreso tuvo lugar el veinticuatro de diciembre, bajo un aguacero inmenso producido por un temporal del norte peninsular, en el “Expreso de la Coruña”, un tren abarrotado de gente humilde, hasta la ciudad de Lérida, continuando viaje a Ballobar bajo las sábanas de agua del temporal del norte en el magnífico automóvil del Eusebio, un Cadillac del 46 de color negro, con un motor V8 de 160 caballos y con los parachoques cromados. Pasadas varias decenas de años, el Manolito todavía recuerdaba con sentida emoción aquel encuentro con su madre, sus hermanos, algunos parientes y vecinas que acompañaron su regreso y la fantástica figura de la mujer alada sobre el capó del Cadillac.










01.12.2014

“A todos los niños y niñas de nuestros hospitales”
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Luna de abril
Después de unos días de temporal del norte, un cierzo helador barría las empedradas calles de aquella población a orillas del Alcanadre. Al repique de matracas, un profundo silencio invadió la placeta del Cura a las nueve y media de la noche de un ventoso día de finales de abril cuando el Cristo crucificado traspasaba los románicos arcos del templo para la celebración de la procesión del Viernes Santo. Los portadores, vestidos de nazarenos con inquisitorial capirote negro que cubría el rostro, el pecho y la espalda, sostenían la sólida peana en unos hombros curtidos por el esfuerzo campesino.
El paso avanzaba lentamente rodeado por unos niños que llevaban unos palos con el extremo de tijera para soporte de aquella recreación de la muerte en las paradas oficiales. El Juanito del Aceitero había sido elegido para llevar uno de aquellos palos por su condición de monaguillo de reciente ingreso en los servicios parroquiales. Con un jersey de jaspiada lana de elegantes tonos verdes, pantalón corto de tergal y zapatos Gorila con cordones nuevos intentaba seguir el paso manteniendo la distancia prudencial y el palo vertical. Traspasada la plaza, a la altura del horno de la Marcelina, el señor Cristóbal, el sacristán, mandó parar la comitiva para organizar la composición de todos los pasos que componían aquel desgarrador desfile. Al mismo tiempo que lo hicieron el resto de responsables del descanso de los costaleros, a la orden del sacristán, el Juanito colocó con firmeza el palo de horquilla en la vara del costado derecho de la trasera del paso procurando apartar las piedras de la calle para que asentara con firmeza. A su lado, vestido con uniforme de gala, a cabeza descubierta, con tricornio de brillante charol negro colgado del cuello sobre la espalda y mosquetón en posición de paz con el cañón dirigido al suelo, el cabo de la guardia civil de puesto, cejijunto y con espeso mostacho negro, le observaba inquieto por el resultado de su misión. El Juanito sujetaba el palo con sus manos infantiles temblorosas por la responsabilidad y la inquietante mirada de aquella figura humana con guerrera verde y enlustradas botas de cuero negro. Imaginó, no sin preocupada sensación, la justiciera consecuencia de enfrentarse a aquel guardia el día que el señor de casa el Pollo les sorprendió comiéndose un melón de su huerto en la partida de la Suerte, junto a la Confluencia, profiriendo airadas amenazas de llevarles al cuartel a denunciar el suculento festín y el cucurbitáceo desvalijamiento; por suerte, y tras la mediación negociadora del señor José, el forestal, la cosa acabó en una reprimenda severa a la altura de las herrerías y no se volvió a comer melones ajenos en agosto. El toque intempestivo y enérgico de la corneta del Porranga le distrajo de sus atribulados pensamientos y, una vez retirados los palos y alzado de nuevo el crucificado cristo, el santo desfile continuó su camino de dolor por la calle Mayor hacia la plaza. En las arcillosas aguas del río, entre los cuchillos del puente de piedra, se vio el reflejo de la luna cuando el séquito cristiano emprendió la estrecha calle Fraga y el bramido de sus aguas se mezclaba con el confuso rumor de los pasos y el arrastrar de las cadenas de las penitentes vestidas de obscuro riguroso, que el Juanito del Aceitero miraba con los ojos como platos y con disimulada afectación de primerizo. Con el rostro y el cuerpo cubiertos con un velo negro hasta los pies descalzos, la Julia, prometida con dos amonestaciones de un novio catalán que hacía “la mili” en regulares, cumplía penitencia por inconfesables actos del deseo —que siempre mantuvo en secreto— cuando, en la tercera noche bochornosa de estrellado cielo en las fiestas de San Juan el Degollado, sucumbió a los abrazos del cantante de la orquesta que tenía su viuda madre en hospedaje. Las mujeres de riguroso negro arrastraban sus doloridos pies descalzos tras la solemne figura de una Madre Dolorosa con el rostro demacrado por la angustia. Al paso por la curva de la Valsalada, pasada la herrería del Maleno, una ventolera de frío cierzo apagó las velas de los paseantes y los angustiosos cánticos de las mujeres con escapularios de la Virgen de Loreto, patrona del ejército del aire. El paso del martirizado Cristo se tambaleaba de lado a lado y el avance se interrumpió de nuevo por mandato del Cristóbal, evitando, así, otra tragedia cristiana en aquella noche de aflicción. Las rachas de cierzo iban y venían con fuerza haciendo tiritar de frío a los torturados caminantes, mientras cierto público agregado por las circunstancias de los tiempos, indiferente a los asuntos religiosos, renegaba de las embestidas del viento, de la llama inestable de las velas, de la fe cristiana y del penoso paseo bajo la luna en aquella noche del infierno. Conseguido el paso difícil del oeste cardinal, la procesión encaró la calle San Juan con el alivio del resguardo de sus casas. Un monumento vegetal esperaba su paso a la altura de casa Pirleta; unas marquesas con hojas gigantescas y unas calas de hermosos lirios blancos adornaban una alfombra de colores oscuros delante de una imagen religiosa sobre un mantel de puntilla de bolillos encima de un pedestal. La comitiva hizo allí su última parada antes del regreso al templo. El coro de mujeres entonó un canto apenado y triste que contrajo el alma del Juanito y la luz de los faroles se reflejaba tenebrosa en sus claros ojos azules irritados por el viento. Los clavos de Cristo brillaban bajo la luz de la luna luminosa de aquel viernes de abril, cuando el Albacar inició un redoble de tambor que retumbó en la noche estrellada marcando el paso de la marcha doblando la esquina de casa Gaspar. Asustada por la percusión y el seguido toque agudo de corneta, la gata de casa el Sastre emitió un maullido amenazador saltando sobre la protectora cruz del Nazareno herido. Sólo la convincente actuación del palo del sacristán impidió que continuase aquel sacrílego instante en un acto de profunda reflexión espiritual que distrajo momentáneamente el personal. La benemérita llamó al orden y el séquito religioso continuó la marcha hacia la iglesia con gran recogimiento de las almas y encogimiento corporal por causa del frío viento del noroeste. Aturdido por las terribles sensaciones del paseo nocturno por la población y afectado por el aroma intenso del incienso en el interior del templo, aquella noche, el alma del Juanito entró en trance angustioso y soñó con el ruido de las cadenas arrastradas por las calles de tierra, con los misterios de la muerte y resurrecciones al tercer día, con las tinieblas que envuelven las sábanas en las noches misteriosas, con el cabo de la guardia civil y con la desafiante gata blanquinegra de la señora Emilieta.
(28/11/2014)


Taparas

El sol de marzo penetró con fuerza entre los barrotes de la celda 43 de aquel presidio inmundo de Lérida. Unas literas oxidadas se alineaban junto a una pared desconchada llena de inscripciones con nombres y fechas, algunas de ellas a modo de epitafios sepulcrales en memoria de algunos presos fallecidos por fusilamiento, el tifus, la neumonía o por suicidio. Uno de los presos de aquella celda era Joaquín, detenido y encarcelado por motivos políticos a su regreso a Ballobar en enero del treinta y ocho. A través de un raquítico ventanuco sin cristal, que permitía el único contacto con el exterior, Joaquín pasaba las horas contemplando las acacias de la rambla de Aragón, los niños hambrientos que iban y venían del colegio público Pleyán de Porta situado un centenar de metros más abajo, los ventanales góticos del seminario y el trajín de una ciudad que trataba de olvidar el horror de los bombarderos italianos. Joaquín recostó su cabeza en la pared y entornó sus ojos humedecidos por el recuerdo de aquellos años. Aunque nunca tuvo militancia política, su condición humilde le hizo simpatizar con el movimiento libertario aragonés. Durante un tiempo asistió a las charlas del Centro Republicano y poco a poco fue tomando conciencia del discurso sobre la explotación campesina por parte de la oligarquía. Cuando el comité local de la CNT instauró la colectividad incorporando la mayoría de jornaleros, pequeños propietarios y artesanos, el Joaquín fue nombrado, por seriedad en el trabajo, su posición familiar con compañera e hijo menor a cargo y por su implicación en la causa colectivista, encargado del almacén de suministros agrícolas. Antes que despuntara el día, el Joaquín ya había distribuido las azadas, los arados y demás utensilios necesarios a las collas de campesinos para las labores en los campos confiscados al Marqués. Su talante reflexivo y moderado evitaba que las discusiones por algunos desajustes organizativos llegaran a mayores. Todos respetaban y aceptaban su sencilla oratoria tranquilizadora. Con una asignación diaria de nueve pesetas por matrimonio más tres y media por el hijo, la Teresa podía hacer frente a la crisis económica en tiempos de guerra, teniendo en cuenta que la verdura y la leña se suministrada gratuitamente por el comité de abastos. Un revoloteo de palomas asustadas por el resonar de las campanas de la próxima iglesia de San Lorenzo le distrajo de sus pensamientos. Recordaba el fatídico viaje, varios meses antes, prisionero de guardianes en una camioneta descubierta camino de Lérida y el hermoso camino del congost entre las majestuosas ripas arcillosas con cinglos de caliza que saludan las aguas turbias de los ríos que transcurrían elegantes entre frondosos chopos y álamos blanquecinos; la destrozada carretera entre las moreras hasta Fraga; la visión cercana del Montmeneu que tantas veces había contemplado desde lo alto de los montes monegrinos pastoreando las ovejas por escuálidos y sedientos rastrojos. Después del escueto desayuno carcelero, el Francesc, un maestro de Serós, represaliado por el régimen y compañero de celda, le instruía en la escritura, una enseñanza que no recibió de niño ocupado como estuvo por los montes, de sol a sol y con “el gasto” como única compensación económica. El Francesc le animaba en sus recaídas de ánimo al tiempo que le ayudaba con las letras que le permitieron redactar alguna sentida carta a la Teresa.

Lérida, 22 de marzo de 1939

Querida Teresa:
Como puedes ver, he aprendido a escribir. Me ha enseñado el Francesc, un maestro con el que comparto celda; una buena persona que no merece estar aquí. Estoy bien. La comida es suficiente aunque encuentro a faltar las taparas en vinagre y las patacas que poníamos en la mesa cada día antes de la cena, las sopas escaldadas con el agua del puchero, las tostadas con aceite del Sabinal, las magras del adobo con tomates secos del cañizo y ese arroz con conejo que cocinas los días de fiesta. Pero, sobretodo, encuentro a faltar el brillo intenso de tus ojos negros como el carbón, las agitadas ondas de tu pelo cuando ríes, la gracia de tus caderas cuando bailas, el olor de las sábanas perfumadas por las esencias del jabón casero que impregnan tu piel y tus pies fríos en las noches de invierno. Espero que estéis bien, tú y los críos. Diles que no hice nada malo para estar aquí. El Agustinico ya debe estar hecho un mozo. Que aprenda a leer, a escribir y a jugar al bili. Un abrazo muy fuerte. Dale recuerdos al José. Él te ayudará si necesitas algo.
Tu Joaquín, que os quiere.

Dobló la carta con cuidado y la introdujo en un sobre marrón con membrete de la cárcel. Una carta, como tantas otras, que llegó a su destino por mediación del Andreu, sobrino del médico de la prisión y conocido de la María de la Calama, que viajaba a Ballobar como representante de especias para la matanza. El Joaquín combinaba momentos de hundimiento emocional con horas de reflexión sobre la bondad de la gente humilde del campo. Recordaba con afecto las personas que le ayudaron a sobrevivir en su exilio catalán. Alertado por el comité de la inminente llegada del ejército nacional, ató la mula al carro cargado con dos sacas de harina, tres panes del Albacar, un saqué de sal, la cazuela del adobo, una tina de aceite, una garrafa de clarete, la Teresa “de seis meses” y el Agustiné acurrucado entre las sacas, y cruzó el puente de piedra camino de tierras catalanas. Después de varios días de dormir al raso encontraron refugio en una finca de Torregrossa gestionada por el POUM, después que hubo disuelto la colectividad anarquista local. La María nació una noche oscura sin estrellas con fuertes dolores de parto asistido por la comadrona local y un barreño de agua hervida. El frescor de la marinada alivió los dolores de aquel parto en tierras lejanas mitigado por el calor de las gentes de bien de un campo solidario. El Joaquín trabajó duro en la siega y todavía pudieron coger las olivas antes que los nacionales tomaran la zona. Las duras circunstancias hicieron decidir su regreso al pueblo con la esperanza de rehacer una vida desgraciada de posguerra. En enero de 1939, entraba en prisión por orden gubernativa al figurar en las listas del comité local de la CNT. Sin cargos de sangre a sus espaldas y con informes favorables de las autoridades locales, el Joaquín fue puesto en libertad meses más tarde de la redacción de aquella carta a la Teresa bajo un radiante sol de primavera.
(Nov_2014)


Rulos

Cuando la peluquera terminó de impregnar con el azulado tinte las canas de la Feliciana, primera clienta de aquella tarde oscura de noviembre, la actriz Juana Ginzo sollozaba su angustia en el papel de la desdichada Ama Rosa, la radionovela que todas las tardes cautivaba los oídos de sus clientas a través de una Telefunken de madera de seis válvulas que presidía la estancia en un anaquel rinconero a modo de expositor de toda clase lociones para el cabello, ceras depilatorias, polvos para el cutis, esencias de mujer, cremas de belleza y perfumes para las novias. Junto a una ventana luminosa encarada hacia el oeste, las timbradas palabras de Julio Varela y la hermosa voz de Matilde Conesa, mantenían la tensión ambiental en aquel local de belleza femenina. Un comentario impertinente de la joven del boticario fue atajado de cuajo, con rotundo improperio justiciero, por la María la Colchonera que no quería perder el hilo del importante relato, en el preciso momento en que sonaban en el dial las angustiosas palabras de Rosa Alcázar:

“No me importaría morir en presidio si tengo la seguridad de que mi hijo nunca sabrá que Ama Rosa es la mujer que le dio la vida…”

La Nicasia, asidua a la permanente con rulos, siempre solicitaba la tanda con suficiente antelación al inicio de la dramática audición radiofónica para evitar perder detalle del desenlace del serial que desde hacía tiempo la tenía cautivada. Con la cabeza llena de rulos y la vista fijada en su imagen reflejada en un espejo provenzal con marco de arqueada madera de palosanto con una flor labrada en el arco superior, la Nicasia observaba su semblante envejecido por el incipiente blanco de su pelo, la invariable tristeza en su rostro curtido por el sol de las tórridas siegas, y con la mirada perdida en el fondo de su imagen detenida en los recuerdos. Sus humedecidos ojos desvelaban la disimulada emoción que le invadía al oír las plegarias de Ama Rosa que retumbaban con dolor en aquellos muebles cargados de aromáticos envases y variados cepillos de peinado; de tijeras para las puntas ajadas por el cierzo y de cestas repletas de perforados rulos de colores para el moldeado del cabello. A través de la ternura huída en su mirada se revelaba la tragedia lejana de su oculto secreto; la verdad de la vida en el fondo de un espejo biselado que dividía las figuras en sus límites como una dolorosa daga justiciera. Las angustiosas palabras de Ana Ginzo, que retransmitía aquella tarde la Sociedad Española de Radiodifusión, devolvieron a la Nicasia el recuerdo lastimado de sus años de juventud perdida entre la niebla oscura del olvido. El angustioso suceder de los días esperando la carta enamorada de aquel joven anarquista y soñador que embarcó en el “Río de la Plata”, un carguero que zarpó con destino a Buenos Aires una oscura noche de invierno cuando Barcelona estaba a punto de ser ocupada por el ejército sublevado. Una criatura traída al mundo del hambre de posguerra que no pudo criar y que adoptó la señora de la casa donde asistía por esmeradísima mediación de una religiosa de la orden de la Sábana Santa. El ruido de las sirenas ahogaban sus sollozos contenidos bajo la primera luna llena de aquel diciembre del treinta y ocho con la mirada abandonada en el negro horizonte que envolvía la silueta reflejada de aquel navío hostil. Una angustiosa espera precedió a la depresiva ansiedad que reflejaba aún aquel espejo biselado del salón de belleza femenina. Envuelta en una bata de hilo azul, colocó sus pensamientos en el interior del secador de casco donde recomponía los destrozos emocionales de su vida con el calor de las resistencias y el ruido del ciclón. Adormecida y relajada en aquel sillón forrado de escay negro, la Nicasia permanecía ajena al discreto desparpajo de las clientas del local.

- Ay! Cuanto hay que sufrir en esta vida.
- Miá, nina. Unas más que otras. Y si no, mira esa, que que aún espera carta de ultramar.
- A mi no me importa nada pero, dicen las malas lenguas que tuvo un hijo con aquel perdido.
- A saber!
- Pa vivir así…
- Si al menos le hubiera hecho caso al Maximino.
- A mi me hubiera tirau los tejos, aquel desgraciau!
- Pues total,  pa acabar con aquella pelandusca de Barbastro…


Sólo dentro de aquel armatoste con forma de huevo truncado y enchufado a la corriente eléctrica conseguía desconectar de su pasado. Aquel secador la aislaba del amargo recuerdo. Las monótonas turbulencias del secador la adormecían durante el tiempo del secado de una permanente que devolvía a sus cabellos el ondulado esplendor de su juventud. Los olores perfumados de los tintes la extasiaban y  recomponían su semblante entristecido. Aquellas sesiones quincenales de peluquería hacían aparecer una leve sonrisa en el horizonte de sus labios sonrosados. Caminando entre la niebla espesa del otoño hacia su casa, la Nicasia notó una leve felicidad sintiendo los perfumes de su pelo.

(A las peluqueras, que alegran la vida)

(Nov_2014)


"My Wai"_por Juanjo

Un bochorno sofocante invadía las calles aquella tarde de finales de agosto. El insistente repique de la campaneta de San Juan anunciaba una inminente tronada. En las eras, algunos vecinos se afanaban en proteger el grano de la trilla, mientras otros cubrían los higos puestos a secar en los cañizos soleados. Unos niños dejaron de chapotear en la Fuente del río y corrían descalzos hacia sus casas. Los quintos acababan de adornar la placeta Loreto con unas coloreadas cintas de papel atadas a los balcones que, como era de temer, no lucirían sus brillantes colores en la primera sesión de baile en la víspera de la fiesta mayor. Mientras, la brigada municipal, al frente de José el Casau, terminaba de tejer las últimas lianas de hiedra en los cañizos laterales del maravilloso escenario preparado para la orquesta. Un estruendoso trueno resonó en la ripa del Pilar y las primeras gotas de lluvia repicaron sonoras contra los tejados. La Malena retiró el cañizo con los tomates que había puesto a secar en el solonar, y en casa el Toño recogían, a toda prisa, las sábanas blancas de lino de la abuela, recién lavadas, puestas a secar en el balcón. Los parroquianos del bar de Gabriel asomaron sus rostros bachilleros al portal y los jugadores de cartas de la mesa redonda del bar de Pablito dieron la partida por terminada, ante la escasez de luz en el local, con motivó del corte del suministro eléctrico habitual en días de tormenta. En menos que canta un gallo se desató un aguacero con pedrisco que inundó la plaza de Loreto, y la calle del Budillo se convirtió en un río intransitable. El abuelo de Malfey entabló la puerta, mientras los gatos vecinos asomaban asustados sus bigotes por las gateras y el señor Antolino, que venía del huerto con la burra, renegaba por la calle con notable mojadura. La tormenta coincidió con la llegada del “coche de línea” que traía a la Clementina del Liebrero. Espigada y con modernísimo corte de pelo a lo garçon, descendió del coche de la Alsina con permiso de cinco días, una maleta con cantoneras de metal y bajo la curiosa observación de los vecinos que se protegían del fuerte chaparrón en los soportales de la plaza. Unos meses en Barcelona, sirviendo en la casa materna de un prestigioso abogado catalán, habían convertido su cuerpo adolescente y desgarbado, en una señorita de atractivo caminar que causaba la admiración de los jóvenes y la envidia contenida de sus amigas, en aquella tarde calurosa refrescada por la lluvia.
Hacia las ocho de la tarde, las notas alegres del pasodoble “No te vayas de Navarra”, magistralmente interpretado por la orquesta “Estrellas Negras”, dirigida por el maestro Ballarín, acabaron de entonar los cuerpos, relajados por el calor, de los asistentes a la primera sesión de baile de la Fiesta Mayor en honor a San Juan el Degollado. Un grupo de jóvenes chiquetas se apresuraron a sentarse en los bancos de madera instalados en el lateral izquierdo junto a casa del Herrero, mientras algunos niños, en pantalón corto, camisa blanca y embetunados zapatos correteaban alborozados por la pista de baile. Algunas parejas de novios declarados se unieron alegres al son de la música, mientras las cuadrillas de amigos se acercaban curiosas a la valla de madera con celosía diagonal en rombos, pintada de colores luminosos que cerraba la plaza. Cuando llegó la Clementina, acompañada de todas sus amigas quinceañeras, una ola de vertiginosa admiración se desató entre los mozos de la valla, que ya planificaban la solicitud de las piezas de baile con aquella crecida moceta de hermosos ojos verdes de intensa mirada, con perfume de jazmín, de gracioso andar femenino, envuelta en un precioso vestido azul cortado a lo Charleston, con un collar de perlas blancas y zapatos negros de tacón, y que hablaba con un curioso acento del barrio barcelonés de Gracia dándole un aire de exótica finura que encandiló a los jóvenes del pueblo. La orquesta descifraba el laberinto de corcheas de “My Way” cuando entró en la plaza la cuadrilla del Aljecero con ganas de baile. Sin mediar palabra, se dirigieron al banco de madera a buscar las chicas, aburridas por la tardanza de los esperados jóvenes, y no dejaron de bailar, con uno y con otro, toda la tarde. La Clementina bailó desenfrenada un “twist” que causó el furor de todos sus amigos y parejas presentes. Un vals interminable sucedió a un foxtrot de Alabama y, cuando el maestro Ballarín dio la entrada a la espléndida vocalista en el segundo estribillo de Can't Take My Eyes Off You No puedo quitar mis ojos de ti—, la Clementina apoyó su rostro en el hombro del Severiano y éste empezó a sentir un ligero mareo que le provocaba el vaivén cercano de aquel velero azul abandonado al ritmo de las olas. Así es como se lo contó a la Clementina, cuatro días después, cuando acudió a despedirla con cálidos besos, al abrigo de miradas chafarderas, en el soportal del cubierto de la plaza Mayor. Cuando el coche de línea se perdió en el horizonte agreste de las ripas, el fascinante rugir de la Ducati del Miguel de Gollar, que iba a Mequinenza a trabajar a la mina, llenó de entusiasmo al Severiano, que ya pensaba en adquirir una Ossa 230 Sport de segunda mano que había negociado con el trompetista de la orquesta de Binaced para sus futuros viajes al Barri de Gràsia, como así pronunciaba, ya, la hermosa Clementina.

(A las mocetas que marcharon del pueblo en años de dificultades)


(Ene_2014)




Tres cuartos para las seis_por Juanjo
Una nube de centelleantes y minúsculas gotas, escampadas con enérgicos movimientos de isopo, y alumbradas, a contraluz, por el sol de tarde, cegaron los ojos de aquel mosén de cabello blanquecino y estola morada, cuando recitó el severo “réquiem aeternam dona ei Domine, et lux perpetua luceat ei requiescat in pace”. En el centro de la nave, un féretro de madera oscura, con herrajes de hierro y un precioso ramo de crisantemos, esperaba el momento de su traslado irreversible al cementerio. El Florencio había fallecido de muerte natural después de ochenta y siete años de vida esforzada sembrando trigo, recolectando las patatas del huerto y persiguiendo las perdices en el campo. La Severina, vestida de riguroso negro y con un abanico nacarado en sus arrugadas manos, observaba el ataúd con la mirada perdida en los recuerdos que pasaban eclipsados por las cataratas de sus humedecidos ojos de naciente viuda. La última vez que entró en aquella iglesia había sido para contraer obligado matrimonio con aquel descreído militante anarquista, después de la guerra, en una fría madrugada de febrero, obligada por las circunstancias, después de unos meses de la injusta prisión del Florencio.
A la salida de la iglesia, la Severina recibió el sentido pésame de los amigos, vecinos y miembros de la junta de cazadores que habían acudido a despedirle. El sentido saludo del Dionisio le recordó los años del hambre. El Dioniosio fue un buen amigo del Florencio, desde la infancia. De buen corazón y con posibles, les dejó una casa con corral en la calle del Arrabal, donde criaron un tocino hermoso y unas gallinas en el primer año de convivencia. Eran años difíciles y cualquier ayuda era buena para resistir las dificultades. El Florencio supo corresponderle cuando fue encargado de transportes de la CNT local, en los meses difíciles de la guerra, ayudándole a huir del acecho peligroso, en una noche sin luna, con un Hispano Suiza de color negro requisado por el sindicato a un industrial de Barcelona. El lúgubre cortejo descendió la plaza en dos hileras de hombres en mangas de camisa que rodeaban silenciosos la familia y un grupo de mujeres compungidas que seguían a la viuda. Cuando el séquito fúnebre encaro la curva de casa Rausa donde estaba la botica de farmacia, la Severina cogió de bracete a la Teresa, su amiga de la infancia, que llevaba un arrugado pañuelo blanco en la mano. La Teresa había sido una amiga de verdad que le acompañó en aquellos días difíciles en que, en un parto de consecuencias fatales casi perdió la vida y una anemia prolongada requirió largo tratamiento de inyecciones de hierro y una dieta con abundante caldo de gallina, lentejas y espinaques, que la Teresa se encargaba de cocinarle cada mañana. En la curva de casa Gaspar, delante de casa el Sastre, el ánimo de la Severina se descompuso al recordar la mortaja del difunto. Un traje de lana de corte inglés a rayas de diplomático, que le regaló el Dionisio, con dos aberturas traseras y bolsillos con solapa, de color gris, bien conservado con alcanfor en un arca de madera de roble, que le ajustó el José, “el sastre”, y que estrenó en la boda del Antón, un sobrino que marchó a Barcelona a trabajar en la SEAT en los sesenta. De aquella boda, recordó la exquisita sopa de caldo, los suculentos pollos de corral a la cazuela, el profundo aroma de los brazos de gitano quemados con el gancho de la estufa, y los pasionales apretones del Florencio, animado por unos vasos de vino de Batea y alguna copa de Cinchón, en la posterior sesión de baile en el local de la Marina. El séquito mortuorio avanzaba lentamente por la pedregosa calle, reseca por la prolongada sequía que amenazaba con otro año sin trigo y sin pan. El paso por la panadería del Pedro, trajo a la memoria de la Severina los años sedientos de la posguerra, cuando el Florencio tuvo que emigrar a Francia por un tiempo para poder comer los dos, cruzando los pirineos por Canfranc, un año más tarde, con la maleta repleta de modernas telas de nylon que ilusionaron a la Severina; recordó la celebración del deseado regreso con unas magras del adobo y clarete de la viña del ribazo, en una cocina humilde, y, con rubor disimulado por la circunstancia, también sintió la emoción de sus desbordantes caricias bajo las estrellas en aquella noche de San Juan. La Saturnina de Borrasca salió a arrujar la calle, a toda prisa, para refrescarla al paso del entierro, cuando ya se divisaba el crucifijo de bronce en lo alto del palo apoyado en el cinturón del sacristán. A su paso, se oyó el descorrer de unas cortinas que escondían los humedecidos ojos de la Valentina, un temprano amor del Florencio que no llegó a cuajar por razones discretas bien conservadas por la familia de la moza, y que las habladurías de la taberna la Calama achacaban a disputas por una senda del huerto que acabó en litigio; la Valentina nunca superó la prohibida relación y cayó en depresiva existencia de por vida. Cuando la comitiva encaró la empinada calle que subía al cementerio, las tenebrosas campanadas del reloj de la torre tocaban los tres cuartos para las seis de aquella tarde calurosa del mes de agosto. Las golondrinas dormitaban en sus nidos de barro bajo los abrasados tejados, y tan sólo se oía el pausado arrastrar de suelas de los acompañantes del Florencio, en su último viaje hacia el definitivo descanso. La Teresa consolaba a su amiga con palabras de aliento y le reconfortaba con rítmicos movimientos de abanico de perfumado sándalo, con varillas caladas y una imagen de la Giralda sobre una tela negra con ribete de puntilla blanca. Al llegar a la explanada, un sol de justicia incineró las calvas de los viejos amigos del Florencio que quisieron terminar los cincuenta metros del último recorrido con el ataúd al hombro.
Cuando el Pacencio, el enterrador, cubría la caja de madera con aquella tierra incendiada por el sol, la desconsolada Severina apartó los ojos hacia el horizonte y contempló los agrestes montes que tanto amó el Florencio. Una miaja de esperanza de consuelo invadió su desfallecido ánimo pensando en los días de caza que aquellas laderas y barrancos le habían proporcionado antes de guardar la Zabala yuxtapuesta, con dos gatillos y culata de nogal, en el cajón de la cómoda isabelina. Fuera del cementerio, una brisa bochornosa acercó perfumados aromas de tremoncillo que aliviaron el fatal momento del regreso de la Severina. Una pequeña nube de polvo arcilloso se levantó encima del barranco de la Tejería, al paso de unas ovejas que apacentaban resignadas las escasas briznas de reseca hierba entre las pajas de un restojo. Un esparbel aleteaba frenético en vuelo suspendido sobre el tozal de la Angeleta, y las majestuosas ripas del Pilar se reflejaban, solemnes, en las ensombrecidas aguas del río.
(Dic_2013)

El partido (de fútbol)_ por Juanjo

El día amaneció desapacible después del temporal del noroeste. El fuerte viento aragonés arrastraba espinosas barrellas por la Valsalada y levantaba nubes de polvo arcilloso que cegaba las miradas de los curiosos que se acercaban a ver la llegada del equipo de veteranos del Barça que habían sido invitados por la peña local a un partido amistoso con el equipo de fútbol de la localidad. La invitación, que se había cursado para las fiestas de agosto, había tenido que ser trasladada, por asuntos de agenda del club barcelonista, para aquel domingo de Pascua de un ventoso mes de marzo. La población, aunque contrariada con el cambio de fecha, acabó ilusionada con el acontecimiento deportivo al que habían invitado algunas personalidades provinciales. En el campo de fútbol “La Confluencia”, bajo el terraplén lindante a la carretera, se había dispuesto una tribuna de honor con recios andamios de hierro y tablones de obra cedidos por Porranga, que daría amplio acomodo a las autoridades e invitados. El club había renovado a buen precio el uniforme deportivo en el comercio de la Julia del Marchán, bien relacionada con el textil catalán a través de un representante que había familiarizado recientemente con una joven, pariente de Millán, que servía en la casa de un directivo del Barça. Hacia las once, entre gritos, vítores y miradas de asombro de los presentes, los jugadores catalanes llegaron en un lujoso autocar Pegaso Pullman Monocasco con motor diesel de seis cilindros, equipado con aparato de radio y barra de bar que dejó sin habla a toda la parroquia. El experto mecánico de casa el Quin tuvo que intervenir desinflando la presión de los neumáticos para rebajar su altura y pudiese pasar por la calle Fraga sin escantillar el balcón de casa el Melero. Los sorprendidos pasajeros tuvieron que llegar caminando hasta la plaza Mayor, donde fueron recibidos por los jugadores del equipo local que les hicieron el pasillo reglamentario. Este momento fue captado por el luminoso objetivo de la flamante Leica Sumitar del señor Cimadevilla, un conocido fotógrafo de Lleida que había sido contratado para dejar constancia gráfica del histórico acontecimiento deportivo. Después que José el Casau, el alguacil, solicitara, con elegantes toques de la corneta de pregonar, la debida atención de los asistentes, tomó la palabra el señor presidente del club local desde el balcón de casa Navarro, engalanado con una deliciosa colcha de cama floreada bordada a mano del ajuar de la señora Máxima, a la que se le había añadido los banderines de ambos equipos con unos imperdibles. El discurso terminó con el educado grito de Visca el Barça!, resonando como un trueno en la peña del Pilar, al tiempo que se oían entusiastas aupas a l’Athletic!, sonoros vivas al Zaragoza y inflamadas y continuadas exclamaciones pasionales al equipo local, creando un eufórico estado ambiental de deportiva simbiosis fraternal entre aficiones que agradó a los visitantes barcelonistas. Seguidamente, se decidió, a instancias del capitán del Barça, hacer una visita al prestigioso campo de fútbol de Ballobar para comprobar las instalaciones y examinar “in situ” el estado del terreno de juego. La comitiva deportiva, después de recorrer a pie los mil doscientos metros hasta el campo de La Confluencia, quedó disimulada y ampliamente descompuesta, tanto por la sencillez constructiva de la caseta de vestuarios como del estado humilde del terreno de juego con abundantes manchas de yerba en el fondo norte, extensas matas de regaliz en el este, con las áreas de juego desdibujadas y una pequeña badina de agua que cubría totalmente el medio campo sur como consecuencia del leve desbordamiento del Alcanadre la noche anterior, motivado por las fuertes lluvias en la sierra de Guara y considerando amablemente que, de dicho desbordamiento, no podía atribuirse responsabilidad alguna a la población en ser, dichas aguas, propiedad de la Confederación Hidrográfica del Ebro. No obstante, el Borrasca, concejal de las aguas, aseguraba, por activa y por pasiva, que la brigada municipal y la cercera, que iba en aumento, se encargarían de dejar el campo en las condiciones óptimas para el partido de la tarde. A pesar de las visibles comodidades de los lujosos vestuarios de la caseta, los jugadores del Barça decidieron comunicar, cortésmente y sin que pudiera interpretarse como un desaire a las instalaciones, que preferían cambiarse de ropa en casa Soldevilla, la fonda de la plaza Mayor, y hacer el recorrido corriendo hasta el campo de fútbol para que sirviese de calentamiento. Un vermut de tonel en casa La Farga con buen acompañamiento de olivas, berberechos de lata y croquetas de pollo, que pagaba el concejal de deportes, acabaron de entonar el cuerpo de aquellos jugadores de fútbol veteranos. La frugal comida en la fonda consistió en una deliciosa sopa de caldo de gallina, unos canalones gratinados al horno, unos pollos de corral a la cazuela con patatas y unos empanadones de figas con nueces para coger calorías, todo ello bien regado con un espléndido clarete de la viña del Hortolaneta.
A las tres y media, una columna humana caminaba, acelerada por las fuertes rachas de viento que bajaba acanalado en dirección sureste, hacia un campo de fútbol ubicado entre agrestes ripas, entre bramidos embravecidos de las aguas del Matapanizos y entre  hermosos álamos blancos que inclinaban sus verdecidas copas por causa de las embestidas del cierzo. Los jugadores del equipo local esperaban en el campo la llegada del equipo de veteranos del Barça, reforzado con algunas jóvenes promesas de la cantera, al tiempo que la brigada municipal se encargaba de adecentar la parte afectada por el desbordamiento del río y marcaban con aljez las líneas blancas que delimitaban el terreno de juego. En el lujoso palco de tablones se acomodó paulatinamente la corporación municipal, el sargento de puesto de la guardia civil vestido de gala, el mosén de la parroquia con sotana, el juez de paz, don Justo, el médico, el presidente del club de fútbol, el gobernador civil y las correspondientes señoras, excepción hecha de la del mosén, que no querían perderse el histórico partido de fútbol. En el palco, también se acomodó el extremo zurdo Zenón, lesionado de menisco desde el domingo anterior en el partido disputado en Ontiñena, que fue trasladado al campo a caballo de la burra de casa Colás. El público asistente fue tomando posición alrededor del campo evitando el ala este del río con sus amenazantes crestas de gallo a la que tan sólo se aventuraron situarse los valientes quintos del año. La carretera quedó invadida por un público apasionado que aguantaba con valentía deportiva las embestidas racheadas del viento aragonés. Un griterío desbordante se desató a la llegada de los jugadores del Barça que, en calzón corto de impecable azul y camiseta blaugrana se adentraron en aquel campo todavía embarrado de la Confluencia. Se había estimado previamente y en secreta reunión de los jugadores, a instancias del capitán, que el saque de honor lo hiciese, una hermosa joven de la población por la que el extremo izquierda del equipo bebía los vientos desde el reciente baile de las apolonias. Así se le planteó al árbitro que, a su vez lo comunico al palco de tribuna. Esto indispuso visiblemente a la señora del gobernador, acostumbrada como estaba a la preferencia en los actos protocolarios, pero, el capitán del equipo local dejó claro y preciso con contundente locución interjectiva, con mención a ciertas reales partes, que se hacía como se había acordado o no había partido. La intervención calmada de Romero, el utilero, puso fin a la discusión y, por fin, la Elia, que lucía un vestido de raso con tirantes, cortado por la Ester del Sabino, de color rosa y lazo blanco, visiblemente sonrojada, con clara satisfacción y pasando frío, pudo realizar el saque de honor, que fue inmortalizado por la Leica del fotógrafo oficial. Iniciado el encuentro, después de varios regates de pizarrín por parte del delantero centro catalán que dejaron apamplaus a los ballobarinos, un balón rematado de cabeza por el central barcelonista que se colaba por la escuadra, entre los ayes estremecedores del público, fue despejado, in extremis, por el joven guardameta Roquillo, que debutaba en el equipo por lesión de Marianito, con una estirada memorable que dejó con la boca abierta al delantero blaugrana y provocando los aplausos del público asistente. El contraataque local, dirigido por Javier de Navarro, colocó una pelota rasa en la divisoria frontal del área enemiga. Después de un rechace del central culé, a tiro de Javonero, Chavarria engarzó con contundencia colocando el cuero en el fondo de la red, con jubiloso clamor de un público entregado a sus colores. Del resto de la primera parte del encuentro sólo cabe destacar un tiro a la escuadra del lateral Chusep, a saque de falta con barrera, y la pérdida irremediable de dos balones que fueron despejados por los puños del portero culé con la mala fortuna de elevarse en exceso empujados por el viento, que fueron a parar a las aguas salvajes del Cinca sin posibilidad alguna de rescate; asunto que provocó las iras de la concurrida peña athlética que emplazaba “amablemente” a Zambudio Velasco, guardameta titular del Barça, a que fuese a buscar los balones que tiraba al río. Iniciada la segunda mitad del encuentro, los jugadores locales, que habían recibido la consigna de mantener el resultado a toda costa, se encerraron en su campo dejando sólo en la delantera a Bergel, el capitán, con la pretensión que su buen regate permitiese volver a ujerar la portería contraria. En un despeje raso del portero local, que cortó el aire con precisión de cirujano, la pelota llegó a la zurda de Soldevilla que inició una avanzada rápida, casi a gatas para cortar mejor el aire, dejando el balón en el área a punto de remate. Sólo la destreza del central barcelonista pudo impedir el chut decisivo del Albañilé, provocando un clarísimo penalti muy protestado por los tres barberos del pueblo, culés hasta la médula. Trucador recogió la pelota con decisión dirigiéndose al lugar del lanzamiento. Después de varios intentos de colocación del esférico con escaso éxito por culpa de la cercera, tuvo que falcar la pelota con una tosca que la sujetase en el punto blanco. Ese momento coincidió con la llegada del “Coche Verde” de la Alsina que fue inmovilizado cautelarmente por la pareja de la guardia civil en espera de resolución del trascendental lanzamiento. El momento era de gran tensión ambiental. Los ojos del público fijos en el área contraria. El viento se detuvo mientras el  concentrado delantero valoraba la dirección del lance. Las bravas aguas del Alcanadre alcanzaron la cota máxima. Hasta el campo llegaron los lejanos repiques de las campanas de la torre que daban los dos cuartos para las seis. Una cigüeña, con una rana en el pico, se posó extrañamente observadora en la copa de un chopo que había detrás de la portería. El metálico sonido del silbato dio la orden de lanzar la bola. El delantero inició la carrera. Acometió con fuerza el chut apoyando su pie izquierdo con firmeza en el suelo, esquivando una cercana mata de cebollino para evitar el patinazo, y lanzó con precisión el esférico en tiro rasante y sin contemplaciones. La pelota pasó rozando el poste del lado derecho del guardameta azulgrana y penetró como una bala hasta el fondo de la red. El campo se vino abajo y a punto estuvo el palco de sucumbir entre los tablones por un vaivén inesperado que hizo tambalear la estabilidad institucional de las autoridades allí representadas. El sargento de la benemérita hizo un llamamiento a la calma para evitar el desastre, justo antes que un golpe de cierzo le hiciese salir corriendo tras el tricornio, arrebatado por un golpe de viento, y que se detuvo entre las brozas de una tamariza espesa, evitando que sucumbiese entre los vertiginosos gallos del río. Una bolea del central ballobarino elevó la última pelota disponible con desmesurado impulso y con tan mala fortuna que acabó estrellándose entre los cinglos del Cinca, y el árbitro se vio obligado a determinar, por causa mayor, la finalización del encuentro.
Una vez que el autocar del Barça hubo cruzado la estrecha calle Fraga, ya en las herrerías, el Joaquín del Quin volvió a inflar las ruedas con el compresor de aire del Maleno y la comitiva de veteranos del Barça fue despedida por la afición y un animado grupo de niños que les obsequiaron, a cuenta del Club de Fútbol Ballobar, con unos cacamboses de Pascua, recién hechos en el horno de Pedro el Panadero, en el instante que sonaban los primeros compases de “La plaga” en la gramola del bar de Pablito.

Aclaración:

Después que haya recibido información ampliada, por parte del amigo Ramón Calvera sobre la plantilla del equipo, he de decir que también jugaban: Miguel de la Josefa (“el Toré), Peralta, Casimiro (el mayor), Malfey, Jabonero, Manolo, el José la Jacoba (el abad de Poblet) y, en ocasiones,Manolé. No se pretendía que fuese un relato "histórico" pero, dado que se citaban algunos jugadores locales, creo que no está de más la justa ampliación.
Gracias Ramón.



Chocolate__por Juanjo

En aquella gélida madrugada de diciembre, la frágil luz de las farolas penetraba  en la alcoba matrimonial. En un envejecido espejo de pared, sobre una cómoda isabelina de tres cajones con frente de caoba y marquetería de boj con bocallaves dorados, se reflejaba una luz, más intensa que los días anteriores, que desperezó al Nicolás el Carbonero. A través del blanquecino cristal de la ventana, comprobó sorprendido la razón de aquella variación en el color azul de las paredes de la alcoba, en los reflejos de la porcelana del palanganero de madera, en el blanco de las sábanas de lino y en el hermoso brillo de los negros cabellos ondulados de la Florentina, su mujer, que dormía ajena a las inclemencias nocturnas que habían dejado unos centímetros de nieve en los tejados y calles de la silenciosa población. Sentado en la cadiera de madera junto a la ennegrecida chimenea, el Nicolás recordó la seda de su piel, la fragancia irresistible de su cuerpo desnudo, la ternura encantadora de su voz, el frenesí perturbador de sus cálidos besos... Azuzó con energía el rescoldo del fuego con las tenazas del hogar y añadió una buena toza de olivera para caldear la cocina y el agua del puchero antes de despertarla. Llamó también a los niños, ilusionados con aquel día sin colegio en que se sacrificaba un tocino bien cebado criado con esmero durante el año. Cuando llegó el Antón, el matachín, armado con el gancho, la estraleta y los afilados cuchillos de matanza que llevaba en un capazo, el Nicolás ya había encendido una buena hoguera en el corral para calentar el agua de la caldera.
—     Buenos días. Vaya nevadica.
—     Y que lo digas.
—     Bien que irá pa secar el mondongo.
Poco a poco, fueron llegando los parientes que iban a colaborar en la matanza y se dispuso el banco de madera y el camal de tejo gallego para colgar el cerdo del madero crucero del cubierto del corral, mientras la Florentina y su cuñada, ataviadas con un delantal blanquísimo de puntillas, preparaban el barreño de recoger la sangre junto a una mesa llena de trapos, alambrados pucheros de diferentes tamaños, baldes de barro y diversos cachivaches elegidos para la ocasión. Una vez finalizados los enormes alaridos del infortunado animal, recogido el líquido rojo para la elaboración de bolas y morcillas, concluida la limpieza y raspado de las cerdas del animal que se guardaban para la venta, y finalizada la metódica disección de las carnes y la limpieza general de aquel escampau, llegó el momento de reponer fuerzas con un almuerzo escueto pero calórico junto a la foguera, antes de continuar con las faenas.
—     Bueno, esto ya es otra cosa.
—     Joder, que frío.
—     A ver si aguanta, que hace falta.
—     Buen adobo pa la siega.
—     Y, vaya perniles, Florentina!
—     Sí, pa tonterías estamos!
La casa se llenó de perfumes de anís, de dulce pimentón, de olores de las tripas hervidas, de canela y de tomillo. Junto al salador de madera, se dispuso la vacía con las carnes y jamones. A su lado, la máquina de moler las carnes y rellenar los embutidos giraba al son de rítmicos movimientos rotatorios que imprimía la María de la Colchonera sujetando con fuerza el cuello del triturador y girando la manivela con fuertes embestidas de descontrolada furia recordando aquel canalla del Oriol, un apuesto representante de especias cárnicas de Bellpuig que, después de cinco años de sofocantes asfixias entre la exuberante naturaleza de la María y sin mediar explicación, se dio a la fuga en una noche de éxtasis espiritual motivado, según dijo el Sebastián, fuente irrefutable en la tertulia de la taberna el Pollo, por una extraña conmoción cerebral causada por la falta de oxígeno y que le había llevado a ingresar de urgencia en los Misioneros de la Preciosa Sangre de Cristo, con  evangelizador destino a Filipinas, dejando a la pobre María compuesta y sin novio. Mientras, dos mujeres cuarentonas subían rebutidos chorizos y hermosas longanizas a las perchas de caña, colgadas del techo del granero, para su secado y ahumado. El ambiente de la cocina se inundó de una agradable sensación de relajante bienestar que producía el olor a pan tostado que se mezclaba con los exóticos vahos amargos del chocolate caliente que salía de unas viejas tazas de loza inglesa con bordes floreados. Los niños corrían bulliciosos por la casa jugando al escondite y bajando a escarramanchas por la barandilla de la escalera de aljez poniendo en peligro la integridad física de los más pequeños que imitaban las travesuras de los mayores, hasta que la voz imperiosa y rotunda de la Carmen, hermana mayor de la Florentina, estableció el orden en la casa y los niños se acurrucaron silenciosos alrededor de aquella suculenta merienda que se había organizado, como cada año, con motivo de la matanza del cerdo. Terminado el convite, la temprana noche de diciembre se precipitó de nuevo sobre los tejados nevados cuando el reflejo de la luna se estremecía en el espejo del río y, a lo lejos, se oía el ulular de un buho y el quejumbroso gruñir de la Estrella, la perrita perdiguera del Nicolás que, aquella tarde de diciembre, había parido una preciosa camada de achocolatados cachorros.



La barbería_por Juanjo

Hacía ya dos días que el Joaquín había terminado de coger las olivas de la valleta y ya tenía el aceite para el año en las tinajas. Quince días de espesa boira  dorondonera le habían dejado las manos con quebrazas y tenía ganas de reponerse del frío en las interminables noches oscuras en el campo y de la desconsolada ausencia de la Paca que, desde que bajó del monte, le recordaba cada noche la urgente necesidad de que le hiciese una visita al barbero. En el reloj de la torre sonaban tres cuartos para las seis de aquel dos de diciembre, cuando entraba en casa Raimundo, la barbería de la calle Mayor.
—          Buenas
—          ¡Quiai!, Joaquín. Vaya pelambrera que trais.
—          Pa’iso, vengo, pa que l’arregles.
El local, antiguo pero presentable, contaba con una única silla giratoria de barbero con asiento y respaldo de rejilla de ratán, con unos rozados apoyabrazos de cuero y un reposapiés de hierro colado que formaba un bonito dibujo artístico, adquirida a buen precio a un barbero jubilado de Lérida a través del dueño de la armería Casa Inglés, conocido de ambos y socio del coto de cazadores de la localidad desde años atrás. Delante de la silla de barbero, un espejo de estaño, lacado en blanco con la luna envejecida y palometas a los lados que permitían la basculación, reflejaba un calendario de pared de La Unión Española de Explosivos del año 1968 con la ilustración de una joven morena cordobesa sentada con una cesta de frutas en su falda. Mientras esperaba su turno, sentado en el banco de madera, observaba, como hacía siempre, la hermosa geometría de las desgastadas baldosas de blanco marfil biseladas en los vértices, formando una composición octogonal rematada con unos cuadrados oscuros de ligero gris antracita que adornaban el suelo de aquel salón de belleza masculino. En un rincón, una percha de madera con tres soportes de hierro forjado acogía unas raídas chaquetas de pana, únicas prendas de abrigo de los dos clientes de aquel barbero culto y dicharachero, de buena estatura y con bigote, testarudo seguidor del Futbol Club Barcelona y gran aficionado a la caza menor. Debajo de la percha, una vieja mesita hacía de revistero; sobre ella, el Mundo Deportivo de la semana anterior, un ejemplar de El Caso y algunos números atrasados de La Codorniz. Por el altavoz de la Philips, un aparato de radio de válvulas de color crema de sonido impecable, sonaban los atormentados versos de Machín,

“Siento envidia, siento celos
de todo lo que miras con cariño
de todo lo que amas en silencio . …”

al tiempo que el barbero acababa de pulir al Cristóbal dándole los últimos toques con la brocha de cuello y la aplicación del talco con el pulverizador.
—          Ala, Joaquín. Al ataque!
—          Me cortas la ferreta y un buen afeitau, que no quiero quejas con la dueña.
Una vez que hubo dado buena cuenta del pelambre desigual con las tijeras de rebajar volumen, esquilados los crecidos laterales igualando el corte general, se dispuso a remojar la espesa barba de dos semanas con una elegante brocha de mango nacarado y pelo de caballo que iba remojando en una jabonera de porcelana blanca.


"siento envidia, siento celos
de todo lo que anhela tu capricho
de todo lo que luces en tu cuerpo...”

Mientras la barba cogía ligereza por la jabonosa humedad, el barbero afinaba la “Spartacus” con el asentador de cuero, una navaja francesa de la casa Sabatier, de cachas de cuerno negro que le había traído el agosto anterior su sobrino Floreal, hijo de un hermano exiliado en Thiers que había prometido no venir a España hasta que no la palmara el general, y que venía a visitar la abuela y los parientes cada verano.

—          Ayer pinchamos con el Coruña.
—          Con dos goles anulaus ya se puede.
—          Y el Madrid, pa’arriba.
—          El Amancio nos va a joder la liga.
—          Es que corre como las liebres.
—          Pa liebre la que se me fue ayer en el Campillo.
—          Paice mentira pa tu.
—          Pa mi que, al cartucho, le puse poca carga.
La navaja francesa, bien afinada, iba y venía con enérgicas pasadas hasta que la cara del Joaquín quedó tan fina como el plumón de una perdiz. Bien espolvoreado de talco y unos sonoros masajes tonificantes con el perfumado Floïd acabaron de dejar el cutis presentable para la revista de la Paca que, ya en la intimidad de la alcoba y con la temperatura agradable del brasero, se abandonó ante los cálidos versos que le recitaba al oído su Joaquín:




(A los esforzados labradores)




La noche_por Juanjo


Una densa boira envuelve la frágil luz de las solitarias farolas cuando unos gatos en celo aúllan amenazantes en los fríos tejados. En esta noche de finales del otoño, el silencio invade las casas de la calle San Juan y sólo un murmullo sordo se percibe a la altura de la taberna de casa “Tereseta” cuando pasan cuatro adolescentes hambrientos en pantalón corto y jersey de lana jaspeada que regresan de la escuela donde asisten a las clases de bachillerato elemental con el maestro del pueblo. Una anciana con artrosis, viuda de dos maridos, que regresa de la diaria visita nocturna con mistela a la vecina, se retira encogida por el frío tapándose la boca con una toquilla de negra lana tejida a mano. Cerca de la esquina con la calle Mayor, la adusta pareja de la guardia civil saluda al practicante que viene de asistir al cartero aquejado de un lumbago doloroso y, cuatro portales más arriba, enérgicas voces femeninas hacen presagiar el inminente parto de la Camila del guardia de las aguas. Un agradable olor a pan y bollos que proviene del horno del Albacar, impregna la húmeda noche cuando, en el reloj de la torre renacentista, resuenan siniestras las campanadas de los dos cuartos para las once. Por la esquina de la calle General Badía, tres vecinos entrados en años se asoman al regreso de cumplir en el velatorio del Zacarías, gran aficionado a correr por los campos sedientos tras las perdices y que ha fallecido de mal de amores, según los tertulianos de la taberna “el Pollo” que, con un chusco, una magra y recio vino de Batea, tienen la irremediable costumbre de repasar las sutiles inclinaciones amorosas del vecindario.
     Quien lo iba a decir.
     No somos nada.
     Cuando menos te lo esperas, adiós muy buenas.
     Mira el pobre Zacarías; y sin una mujer que le calentara la cama.
     Algún desahogo, sí tuvo.
     Dicen que si una vedette del Escarlet.
     Ni las olivas l’han dejau coger.
     Buen descanso pa las liebres.
Del corral de casa Rauseta, donde están preparando el agua de la caldera para la madrugadora matanza, sale una densa humareda de carrasca que se extiende impulsada por una leve brisa y, poco a poco, la húmeda niebla envuelve los suaves susurros callejeros, mientras las regostas de las puertas protegen insondables secretos de alcoba en esta noche obscura de finales de noviembre de mil novecientos sesenta y seis.

(A los compañeros y amigos de bachillerato elemental)


El cambio de hora


Esto del cambio de hora es un sin vivir. Todavía recuerdo cuando era niño— y les hablo de finales de los años cincuenta— que ya causaba cierto fastidio a las personas mayores que no acostumbraban a llevar reloj y se guiaban por los toques regulares que provenían del campanario de la iglesia católica— la protestante no tenía campanario— que, por otra parte, era el único en el que se podía saber la hora mirándolo o escuchando sus repiques. Era habitual que, al sentir las campanadas del mediodía, el señor Celestino, un anciano de cinto negro y raída boina con bastante mala uva y propensión al cante poético, sobretodo al paso de rítmicos y pendulares movimientos femeninos, me preguntase por la hora aclarando si era la nueva o la vieja. Yo, que por aquel entonces no tenía conocimientos sobre cuestiones astronómicas locales, no sabía que contestar, hecho que le causaba cierto disgusto del que no tardaba en hacerme sabedor por los vehementes reniegos que propinaba hacia el responsable de su desorientación horaria. Y es que, el señor Celestino, tenía que comer puntual y si la hora nueva estaba atrasada con respecto a la anterior tenía que esperarse una hora de reloj aunque estuviese muerto de hambre; sin que les comente sobre el cabreo que pillaba a medianoche cuando, despertando apremiado por cierto dolor en el bajo vientre a la hora que tenía por costumbre, había de sufrir martirio y esperarse a llenar el orinal a que el reloj de la torre tocase los cuatro cuartos reglamentarios seguido de las doce campanadas correspondientes a la hora nueva; cuando vaciaba la plenitud del escatológico recipiente por la ventana al grito de “agua va” lo hacía con tanta decisión que llegué a temer que, alguna noche estrellada de verano, alcanzase mi ventana abierta situada al otro lado de la calle. Ese grito aterrador de medianoche me acompañó durante algunos años hasta que, este extraordinario encalador de fachadas y paredes de alcobas con quien comía almendras y nueces que chafábamos con una piedra compartida en el branquil de mi casa en las soleadas tardes de invierno, dejó de maldecir, por los siglos de los siglos, una noche de cierzo infernal con gran alivio de trasnochadores y de la pareja de ronda nocturna de la guardia civil.
A mi particularmente, esta inclinación de nuestros gobernantes a volvernos locos días después que la tierra entre en equinoccio, me produce ciertos desajustes que se prolongan hasta bien avanzada la primavera, casi hasta el siguiente cambio horario en que se vuelve a desajustar nuevamente lo que ya comenzaba a entonarse y entro en trance celestiniano hasta el cambio siguiente. Esto de cambiar la hora creo que lo hacen para hacernos reflexionar sobre el despilfarro innecesario que hacemos en relojes y que inundan nuestra casa— en el horno, el microondas, la pared, el de la mesita de noche, el del móvil, el de la nevera, el del portátil—, en la moto, en el tractor y en del coche. Este último es el que nunca sabes como funciona y acabas cambiándolo antes de nochevieja cansado de sentir las quejas de los acompañantes pero tirando de manual de instrucciones.  Y justo, siempre tenemos el lío el segundo día de caza, en que llegamos al mas cada uno a la hora que le conviene y según le haya ido con los versos recitados en la alcoba encalada de oriental "azul de medianoche" o en La Florida fragatina, a los más jóvenes. A ver si este año nos ponemos de acuerdo con la hora nueva y almorzamos juntos a la hora convenida, sea la que sea. Que paciencia!

La lluvia_por Juanjo


Llueve tras los cristales cuando caminantes sin rostro bajo paraguas de colores se desplazan sin prisa sobre resbaladizas baldosas mojadas que reflejan sus cuerpos; una anciana inestable pasea su perro menudo que protege con un cursi jersey de rayas que orina bajo un arce de Montpelier junto a la plaza cuando, en el moderno bar de la esquina, una joven camarera rumana de ojos verdes retira las sillas de la terraza a toda prisa para no mojarse, mientras unos altivos clientes recién llegados pliegan sus negros paraguas de banqueros rescatados y una señora con gabardina de Armani y botas para el agua de Gioseppo desciende de un deportivo blanco con aires de princesa monaguesca dirigiéndose a un atestado bazar chino a comprar un paraguas sin estilo; unos jóvenes latinos con capucha trapichean con sus cosas a resguardo en un portal y un intrépido repartidor de kebab se dispone a conducir por las calles de la ciudad mojada en una moto desvencijada por la crisis, al paso de una hermosa gitana de profundos ojos negros con vaqueros ajustados de Moschino que se dirige a la oficina de la Caixa situada dos portales más arriba; dos enamorados dominicanos se besan  a cobijo de un paraguas luminoso al paso de una madre primeriza que sujeta un amplio carro con gemelos cubierto con un plástico transparente abstraída en el aparador de la botica de farmacia donde se exponen unas bolsas de pañales para bebés sin precio; una señora cuarentona de ojos tristes que abandona el supermercado próximo con unas rebosantes bolsas de plástico en una mano arrastra un carrito de la compra atiborrado con gran dificultad para protegerse de la lluvia bajo un escueto paraguas de un pálido rojo apoyado en su hombro, al lado de un indigente de extraviada dignidad que pide una ayuda para comer, al paso de un jubilado observador de mirada intensa con las cosas de la vida, con las pasiones ocultas, con la injusticia desigual, con la belleza de un día de lluvia sobre una alfombra de hojas plateadas de álamos blancos en la plaza del Clot, colorida por el ir y venir de seres animados bajo los paraguas.




El almuerzo__por Juanjo


Los primeros miembros de la cuadrilla llegan al mas hacia el amanecer. Una débil niebla cubre la llanura que se extende hacia el sur humedeciendo los campos sedientos. Tan sólo el canto de las cogulladas altera el profundo silencio de los barbechos y un mochuelo, reposado sobre unas piedras, otea desganado el horizonte. Las primeras luces rojizas hacen presagiar una mañana de suave viento que refresque el ambiente abrasador de las últimas jornadas de caza y dan la bienvenida al resto de amigos que se reunen para el almuerzo. Luis, sartén en mano, se dispone a la invariable dedicación de cocinar unos dorados huevos fritos con puntilla.
—     ¿Quién quiere dos?
—     Yo mismo.
—     A mi sólo uno, que no estoy fino.
—     Ya empezamos con las quejas.
Unas ramas resecas de almendro crepitan en el hogar alumbrando la estancia mientras el ronroneo de un vetusto y sin aliento “cuatrolatas” nos avisa de la llegada de un amigo madrugador.
—    Mira, ya llega el “cuéntame”.
—    Este si que l’ha sacau sin puncha; ya está prejubilau!
El humo se apodera del ambiente y nos obliga a ventilar la estancia abriendo las ventanas. Como siempre, se escuchan algunos reniegos por la falta de previsión y, en unos minutos todo vuelve a su orden natural.
—     “Sapore di sale, sapore di mare
—     Y, a este, ¿que le pasa?
—     Hazle un caldo, que está flipau.
—     Ay, ay, ay, ay, donde andarán
         esos ojitos que no los puedo olvidar…
—     Lo que nos faltaba; hoy no cazamos una perdiz ni media.
—     ¡Este tío está fumau!
—     A estas horas y delirando.
—     ¡Joder que tropa!
Las llamas han devorado la grasienta parrilla y ya está preparada para acoger la panceta que "el Polo" prepara con esmero. A su lado, con exquisita dedicación, "el Sabino" da cuenta de un pulcrísimo afilado del cuchillo jamonero. Ya rebajado el fuego, José María se dispone a preparar unas tostadas ensartadas en unos palos de ginesta apoyados en una gruesa rama de olivera, mientras Pablo prepara el puchero de judías con un trozo de tocino de matanza y una cabeza de ajos que constituirá la base principal de la comida. El maestro saca unas fotos con el móvil para el archivo histórico.
—     ¿Cuántos seremos pa comer?
—     Hoy no me quedo que voy al cine.
—     ¡Vaya, hombre!
—     Exigencias del guión, chaval; de vez en cuando hay que cumplir; romanticismo   en estado puro, "La casa del lago".
—     Estupendo, ¡al menos, verás patos!
Fuera, los perros ya se impacientan de tanta charrameca y empiezan a ladrar y corretear por los carros. Lo mismo sucede dentro del mas y, consumido el carajillo de orujo y el último cigarro, algunos ya se van calzando las gastadas botas. En cinco minutos, se despeja la mesa y, armadas las escopetas y con la gorra puesta, los amigos se desparraman por el campo –ladera arriba, ladera abajo— durante unas horas tras las perdices hasta la hora de comer o hasta que el cuerpo aguante que, con estas calores, cada vez apetece más la sombra.
(A la cuadrilla)


La llamada__por Juanjo


Una leve somnolencia invadía el ambiente después de comer. La mañana había sido calurosa y los cazadores estaban cansados de patear entre áridos secarrales por la tardanza de las lluvias otoñales. Unos cortes de queso de cabra bien curado, sabrosas y veteadas lonchas de jamón serrano y amplias rebanadas de pan tostado constituían el primer bocado de arranque de aquella reunión de amigos. Unos picantotes a la brasa acompañados de un tinto rojizo con sabores de barrica y algunas botellas de cava acompañadas de unas deliciosas garrapiñadas acabaron de saciar los estómagos dilatados por la excesiva calor del primer día de caza.

     Estas almendras garrapiñadas están de muerte.
     Pues, pa garrapiñadas las de la señora Mercè de Montoliu.
     Una señora amable donde las haya, si señor.
     Igual le llevas una liebre y las volvemos a tastar.
     Eso es mucho decir, pero se puede intentar.
Era la hora del reposo, de la relajación, de la tertulia abierta sobre las cosas de la vida, del trabajo y de sueños cinegéticos. Al rato, el rítmico tono de un móvil distrajo la reunión:
     Dime cariño.
    
     Sí, sí, bien, ya…, ya estamos terminando.
    
     Hasta ahora, cariño. Sí, que sí, que ya lo miraré. Bueno chicos, a mi ya me encuentran a faltar, así que voy recogiendo y pa’bajo. La lavadora..., que no centrifuga.
Esto nos recuerda que no estamos solos en el mundo posados sobre la alfombra persa de un sultán; más allá del seco horizonte, bajo un cielo manchado de espesos cúmulos blancos que presagian chaparrones, existen seres de piel blanca y delicada, de inmensos ojos de apasionada mirada, siempre con la sonrisa en los labios, de carácter dulce con aroma a miel de romero, de paciencia infinita –con entreactos inesperados—, comprensivos hasta límites indefinidos e indulgentes con las culpas –que siempre son nuestras—. Son seres con nombre de mujer que nos protegen y están pendientes de nosotros sin descanso, regañándonos a todas horas –por nuestro bien—, queriendo hacer de nosotros ese ser ideal que soñaron una noche estrellada.
     Y tu, ¿desde cuando sabes arreglar lavadoras, tío?
     Seguro que se pone a rodar antes de dejar el perro.
     Venga…, que ese truco ya lo conocemos, chaval.
     Mialo! Lo que pasa es que a ti ya no te llaman pa’hacer la siesta.
     Yo, la siesta, a las cinco la mañana, con el fresco.
     Alguno la habrá echau pues, que s’ha presentau a misas ditas!
     … (se da la callada por respuesta, que es lo más prudente en estos casos).


Y, así, rematada la botella y extinguido el fuego, fue decayendo la tertulia en aquella tarde de inicio de temporada y la cuadrilla decidió deshacer la reunión hasta el domingo siguiente.
(A las señoras amables)


Rosas rojas __por Juanjo 


En aquella tarde de noviembre, débiles rayos de luz que se filtraban por el rosetón románico de la iglesia parroquial se reflejaban en los cromados del féretro de Nicolás el Aceitero. La familia había decidido celebrar un funeral religioso después de la insistencia del mosén y las dudas existenciales de la cuñada sobre la eterna salvación de su alma torturada que había decidido abandonar este mundo de injusticias tres días antes de que se abriese la veda de la caza menor; el Nicolás había cazado más conejos, liebres y perdices de los permitidos por el mandato legal. La necesidad de los difíciles años de la posguerra incitaba al furtivismo para poder comer caliente a diario que se llevaba como se podía y con alguna liebre acurrucada en el macuto del sargento de la guardia civil.
En los últimos tiempos, una diabetes incontrolada acabó con sus huesos en el hospital provincial. Cuando despertó de la operación y vio su pierna amputada no pudo resistir la trágica idea de no poder patear entre tomillos y romeros el resto de su vida. Ya en su casa, una noche de luna llena se colgó del madero travesero del pajar con la soga de la burra. 
Cascarrabias y anticlerical no pisaba la iglesia parroquial desde que murió el Camilo, y sólo para asegurarse que enterraban a aquel arrogante malparit que le había robado el amor de su vida, la Marieta del Català, la hija mayor de un emprendedor de Terrasa que había montado un taller de confección en la localidad en los años sesenta. Intentó calmar sus penas de amor con el vino del ribazo pero sólo consiguió una úlcera de estómago que le causó molestias de por vida. La junta de cazadores había acordado presentar su pésame a la familia con un ramo de tomillo que depositaron sobre el féretro y que desprendía un profundo olor a monte que resucitaba los muertos. Justo a su lado, alguien había colocado con franciscana discreción y severo anonimato un delicado ramito de rosas rojas que llamaron la atención de algunos congregantes al sepelio y del que se habló largo y tendido en las tertulias nocturnas de las vecinas a la lumbre del hogar. Concluida la ceremonia, con el féretro a hombros de los componentes de la junta de caza, el cortejo fúnebre fue camino del cementerio entre la espesa niebla del otoño aragonés donde fue enterrado entre sollozos en un lugar tranquilo a resguardo del cierzo y de las prolongadas habladurías de los vecinos.


La reunión __ por Juanjo 

La sociedad de cazadores acababa de aprobar por ajustada mayoría –con las airadas protestas del Alejandro el guarnicionero que había dejado claro que toda la ilustre exposición del mosén era, en lo que a él incumbía, predicar en el desierto de los Monegros— la conveniencia que todos los componentes de la junta directiva participasen en la procesión de Viernes Santo llevando un estandarte con la imagen bordada de san Huberto patrón de los cazadores. Hacía tiempo que mosén Jesús insistía en la solidaridad de todas las entidades locales y su laudable participación en el acto de mayor calado religioso anual de la población; su gran afición a la cinegética, a las procesiones y su testaruda elocuencia habían conseguido que se incluyese dicho punto en el orden del día de la reunión. Iniciado el siguiente asunto a tratar, el Nicanor, suegro del presidente de la junta, irrumpió en la misma bajo los efectos de una gran alteración que le impedía el habla: la Benita del boticario, madre primeriza y esposa del máximo mandatario de la junta, había roto aguas justo a la hora que se celebraba la concurrida asamblea de cazadores en el salón de plenos de la casa consistorial; en vista de la urgencia del caso, el Tiberio, el presidente, zanjó la cuestión planteada a los socios con la decisoria urgencia que merecía el caso y que había visto jamás la junta de cazadores: se podría cazar un máximo de una liebre, tres conejos y dos perdices por escopeta, saliendo disparado del salón de plenos  para atender a su mujer y dejando con la palabra en la boca a los sorprendidos asistentes. Mosén Jesús, socio y miembro de la junta, tomó la palabra para liquidar la reunión con la insinuación de celebrar una misa para inaugurar la temporada, eso si, a las cinco y media de la mañana del domingo para no interferir en el horario ilusionado del primer día de caza, pero los escasos asistentes que todavía no habían abandonado el acto ya no estaban para celebraciones eucarísticas y le requirieron abandonar la propuesta y el salón de actos y terminar la reunión en el bar de la Casilda donde, entre copas de cazalla y cigarro va, cigarro viene, se mataron más perdices en esa noche que en toda la temporada.

(En homenaje a mosén Jesús, fumador y cazador)



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