Un chileno huevón entre las ripas
Foto_ Judith Monclús Esto está peludo. Después del temporal, el día amaneció despejado por un viento del noroeste que ha dejado un cielo luminoso y transparente que permite la visibilidad a cientos de kilómetros; un cielo de un azul intenso que contrasta con el blanco de las nevadas crestas del Cotiella y del Monte Perdido, allá a lo lejos. Bajo mis pies se extiende una huerta hermosa verdecida por la primavera, las aguas limpias de los ríos que reflejan temblorosas los álamos de la orilla y las calles y tejados de las casas que se extienden a los pies de la montaña. Antes de bajar a la cortada, ingiero una aspirina para evitar el mal de cabeza que causa este viento del demonio en las alturas colgado de un arnés. Da lata pero no conviene arrugarse; y eso sin contar con las nubes de polvo de las perforaciones que se filtra por todos los rincones del cuerpo a pesar de las gafas, los cascos para los oídos y del traje de seguridad. Son las diez de la mañana del dos de abril de 2