Un verano de cine

De buena mañana, los labradores trajinaban en las eras con las mieses y con los cañizos de las figas cuando las balas de los Mauser silbaban amenazantes en la atmósfera calurosa del barranco de la Tejería. El siniestro eco de los disparos alarmó la Casimira cuando bajaba al horno de la Marcelina con la tabla de los panes sobre la cabeza y la abuela de la Polla se sobresaltaba escobando la calle al mismo tiempo que, en La Barceloneta, alertada por los disparos, la Lustrosa huía espantada al solonar. A la voz del director “se rueda, acción!”, el grupo de voluntarios dirigidos por Pedrito el Panadero, convertidos en protagonistas del transparente celuloide —vestidos con mono azul, correaje de cintura con hebilla dorada, alpargatas de tela, un gorro verde con borleta y armados con fusil de bípode y amenazante bayoneta calada— disparaban sin descanso, contra el enemigo las balas de fogueo que sobresaltaban los lagartos en su acecho silencioso y quebrantaban el somnoliento descanso de los mochuelos.
En aquel verano del sesenta y nueve, Ballobar se había convertido en escenario de rodaje de la película “Golpe de mano” con guión y dirección de José Antonio de la Loma. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres no hablaban de otra cosa; durante dos meses, el séptimo arte invadió las calles, las luces indirectas de los focos proyectaron misteriosas sombras de soldados sobre las aguas del río, los guerrilleros de la compañía de operaciones especiales de Barbastro invadieron el pueblo, los artistas conquistaron las tertulias de la noche y las actrices llenaron las brumas matinales de miradas perfumadas por esencias de lavanda y de jazmín.
La intendencia, el almacén del armamento, la sastrería y la oficina para la organización general de la película se instalaron en el viejo cuartel de la guardia civil, un edificio abandonado de dos plantas con angolfa frente al puente viejo cuyas paredes guardaban los secretos de siniestras detenciones de bandoleros, forajidos, ladrones de gallinas, asalta-caminos, estraperlistas de aceite, usureros, asesinos confesos y de arrestos de humildes labradores dictados al amparo de la ley que protegía las tierras de marqueses latifundistas que impedían el progreso de las gentes. Cada mañana de rodaje, José el Casau, el alguacil, repartía los papeles a los extras que tenían que participar en el rodaje de las escenas programadas con antelación. En la segunda planta del cuartel, los ayudantes asignaban la ropa militar según el bando de combate: monos azules, alpargatas de beta, gorros republicanos, botas negras, camisas azules, boinas y gabanes, mosquetones Mauser de cerrojo, fusiles ametralladores de balas de fogueo con balines de madera y bocadillos de chorizo. Al final del día, un secretario de producción se encargaba de la paga correspondiente a cada uno de los extras participantes que, más felices que unas pascuas, resolvían así la cuestión difícil de la economía veraniega –sobretodo a los estudiantes sin tierra— sin tener que afiliarse a calurosas jornadas de recolección de fruta y haciendo de aquel verano una época especial en sus vidas descubriendo los trucos del cine, el misterio oculto de los planos, las técnicas de iluminación que hacía aparecer la noche en pleno día, el glamour de las actrices y la magia del sonido en las pantallas. Algunas tardes, el equipo de montaje se reunía en la sala de cine de casa Gabriel para visionar las escenas filmadas los días anteriores, valorar su validez artística y decidir el ensamblaje de los planos. Algunos jóvenes conseguían entrar a escondidas en esas sesiones a puerta cerrada y quedaban admirados contemplando el resultado final de aquel montaje descubriendo la razón de tanto movimiento de medios y personas.
Cuando la joven actriz de Carolina del Sur llegó a la plaza Mayor con su descapotable rojo y un escueto vestido de tirantes, el tránsito rodado de los carros se paralizó, las fantasías de los jóvenes volaron sobre los tejados y las niñas soñaron con ser artistas. La joven actriz de “Carola de día, Carola de noche” caminaba por las estrechas calles del pueblo acompañada por un séquito de promotores, secretarios de rodaje, directores artísticos, iluminadores, operadores de cámara, ingenieros de sonido, jirafistas, jefes de atrezzo, especialistas de efectos especiales, figurinistas, maquilladoras, peluqueras y una corte de admirados parroquianos sin faena. Pero nada podía compararse a la fascinación que despertó entre las gentes, cuando, protegida del sol y de las caniculares miradas de los adolescentes, Patty Separd, acompañada de aquel grupo de cineastas, se dirigió a la vaquería de la María, en la placeta de Loreto, donde se rodaba, aquella mañana, la escena más esperada del verano; la Blanca y la Negra, dos vacas asturianas limpias y aseadas de buena mañana por José Luis, el Alpargatero, lucían sus encantos después del primer ordeño del día; José Luis preparó la cama de paja entre pacas de alfalfa para el rodaje de los planos amorosos de aquella actriz americana –que no se hubiese perdido por nada del mundo—con el actor Daniel Martín, el galán que encarnaba al capitán Andújar del ejército rojo y que la Loreto miraba con unos ojos como platos en la penumbra de la cuadra despertando sueños de colores. Las pantallas blanquecinas reflejaban la suave luz indirecta que requería aquella escena de pasión sobre un rudimentario jergón de paja junto a unas vacas distraídas. A pesar de las restricciones presenciales al público local, no se pudo evitar que, el Luisé de la Paca, cautivado por los encantos de aquella actriz de Greenville, contemplase el fuego del deseo en aquella pajera bobina a través de la rendija entre las tablas de la vetusta puerta de la cuadra. Aquella escena junto a las vacas lecheras supuso un antes y un después en la vida de las tertulias con vino tinto en la taberna del Asterio, en las nocturnas reuniones a la fresca, en las tardes de peluquería bajo los secadores de casco, en los mentideros de los bancos junto al río y propagó lejanos sus ecos a través de la línea de transportes de viajeros de la Alsina. Si algo llegó a igualar en algún momento el impacto mediático de dicha escena fue la sacudida emocional sufrida por la población al contemplar en la fachada de las casas junto al río, camino de la huerta y después de treinta años de terminada la guerra civil, los mensajes en negro con los lemas “no pasaran”, “viva la FAI” o “arriba el comunismo”. Los mayores del pueblo rememoraron sentimientos, angustias e ideales perdidos en los montes, en el exilio y en los cementerios, en aquellos inolvidables días del verano del sesenta y nueve, cuando las explosiones controladas por expertos dinamiteros retumbaron junto al puente sobre el Alcanadre en aquella población que revivió la historia de sus gentes junto a unas cámaras de cine que les hicieron soñar.

Juanjo_26.01.2015

Cartel de la película en versión italiana.

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