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Foto_ Judith Monclús |
Esto está peludo. Después del temporal, el día amaneció despejado por un viento del noroeste que ha dejado un
cielo luminoso y transparente que permite la visibilidad a cientos de
kilómetros; un cielo de un azul intenso que contrasta con el blanco de las
nevadas crestas del Cotiella y del Monte Perdido, allá a lo lejos. Bajo mis
pies se extiende una huerta hermosa verdecida por la primavera, las aguas
limpias de los ríos que reflejan temblorosas los álamos de la orilla y las
calles y tejados de las casas que se extienden a los pies de la montaña. Antes
de bajar a la cortada, ingiero una aspirina para evitar el mal de cabeza que causa este viento del demonio en las
alturas colgado de un arnés. Da lata pero no conviene arrugarse; y eso sin
contar con las nubes de polvo de las perforaciones que se filtra por todos los
rincones del cuerpo a pesar de las gafas, los cascos para los oídos y del traje de seguridad. Son las diez de la
mañana del dos de abril de 2007. Hace dos meses que hubo un desprendimiento en
esta montaña, sobre Ballobar, que causó desastres, taponó la carretera y hundió
un almacén de fruta con el propietario dentro, estando a un pichintún de caerle
encima una roca de varias toneladas, salvándose, el hueón cueuo, de puro milagro.
Trabajo para la sucursal española de la empresa Suiza Geobrugg que tiene el
encargo del gobierno aragonés de instalar una barrera flexible de seguridad
para sujetar las rocas y tierra que quedaron extendidas por la ladera.
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Foto_ Javier Foncillas |
Tenemos
una ingeniera, Judith Monclús, un siete de señorita nacida en el pueblo que
tengo a mis pies –me refiero al pueblo—. Una loza de geóloga, colaboradora del
informe de la obra de emergencia que estamos realizando y que también controla
los trabajos para proteger las casas y la carretera de posibles
desprendimientos puesto que ha quedado una grieta peligrosísima en lo alto de
la peña. Ya hemos colocado una barrera dinámica, con la ayuda de un
helicóptero, en la parte inferior de la ladera para evitar desprendimientos de
rocas que han quedado sueltas y ahora andamos trabajando en la estabilización
de la cuña agrietada de la parte superior. Perforamos en los cinglos de caliza
para fijar los pivotes metálicos que han de soportar una malla de grandes
dimensiones. El ruido de los taladros asusta a los habitantes del pueblo y se
paran a observar la polvareda que levantan las continuadas perforaciones.
Llevamos ya dos meses y todavía se sobresaltan. Es difícil habituarse. Las
casas están tan cerca de la montaña, algunas justo debajo, que nos ven como si
fuésemos muñecos de un guiñol suspendidos de unos hilos. Desde aquí, las casas
y las gentes se ven diminutas y sus calles angostas dentro del triángulo que
forman los dos cauces, uno dulce y otro salado, con la base en la montaña, al
fondo.
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Foto_ Anónimo |
A vista de pájaro, las casas se tornan sencillas, humildes, desvalidas; la altura transforma la soberbia en humildad, el orgullo
en modestia y equipara la riqueza y la penuria. Se diría que el peso del aire
aplasta la vanidad y la arrogancia haciendo que el mundo aparezca más justo,
más bello, más noble y más humano. Cerca del puente cercano al barranco, unos
abuelos, siempre los mismos, acuden cada mañana a tomar el sol sentados en un
banco de piedra. Aquí, en el pueblo, a estos lugares de encuentro a la solana
le llaman mentideros. Un nombre curioso para definir un lugar de tertulia
lugareña; ellos sabrán por qué. Hoy, a pesar de la desapacible mañana, nos
observan curiosos con los ojos enrojecidos por la cercera y señalando inquisitorialmente
hacia nosotros, como queriendo darnos instrucciones técnicas. Por sus gestos,
se diría que son todos ingenieros retirados que se han concentrado en este
pueblo para controlar las obras. No me extrañaría que tuviesen los planos de
los anclajes. A uno de ellos, una racha de viento le ha arrancado el sombrero de
paja y ha ido a parar al río; sin pensárselo dos veces, corre por un bajador
hacia la orilla y lo alcanza con el palo antes de que se pierda en la corriente,
entre los juncos. Ante la presencia repentina del abuelo, una garza real huye
majestuosa, río arriba, con un barbo en el pico. Unas palomas sobrevuelan con
quebrados giros una isleta de grava donde se posan, brevemente, para beber y
una cigüeña que vuela sobre el río cambia el rumbo asustada por el ruido de los
taladros en las rocas. Oigo el estruendo del camión que recoge la basura en el
paseo, entrando al pueblo, y veo que el conductor me observa fijamente
asombrado por la dificultad del trabajo a tanta altura; le saludo con la mano y
responde aliviado al comprobar mi estado relajado. Una señora de poca estatura
que lleva un capacico en la mano saluda a una vecina junto a la sucursal de la
Ibercaja; la madre de Judith, una mujer sencilla y agradable que conocí hace
algunos días que regresa con la bolsa del pan entre sus brazos, se une a la
charreta de vecinas que comentan los trabajos de la montaña y el último chisme
de sociedad protegiéndose del viento. Junto a la esquina de la calle Fraga –el
nombre de esta calle lo aprendí enseguida— el cartero gira a la derecha con su
bicicleta llevando el reparto diario: certificados con multas de tráfico,
cartas con membretes oficiales de oficinas de catastro, recibos
abultados del seguro agrario contra las heladas, invitaciones de boda, misivas
de Hacienda con apremios por impagos, sobres con revistas para los socios de
Unicef y de Médicos Sin Fronteras, una postal desde Berlín con la imagen
nocturna de la Puerta de Brandeburgo, cartas de agradecimiento por las
donaciones a la asociación de lucha contra el cáncer y la epístola perfumada de
una chiqueta enamorada que estudia un curso Erasmus, desde Roma. La cercera va en
aumento y la faena requiere concentración. Perforamos una nueva vía y llega la
hora del almuerzo, al mediodía. La Judith le llama comida, como si no se
comiese en cualquiera de los tiempos destinados a alimentarnos. Hay veces que
no los entiendo; en el pueblo hablan un poco raro y me cuesta comprender
expresiones que utilizan para saludarse, dicen quió, dicen quiai, dicen nina y alante,
y todas las casas tienen sobrenombre y a
veces bien curioso, el Culalto, el Malhablau, y el Seco o la Mojada. Terrible
cuatico, lo de los apodos; En mi tierra, en Chile, los apodos tienen origen en
la naturaleza, en los animales salvajes, en las montañas, en los ríos y en las
nubes: ‘el cara noche’,’ la cielito’, ‘el peluche’, ‘el oxidao’, ‘la lunática’,
‘el aloe’, ‘el alpinista’…
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Foto_ Judith Monclús |
Hoy, martes, el viento continúa
igual o peor. En el bar de la María, donde ayer echamos unas cervezas al
terminar la jornada, un compadre bacán decía que, aquí, el cierzo duraba tres
días; a ver si aciertan porque este viento es difícil de soportar, y más con el
zumbido constante de esta dichosa torre para las antenas de telefonía que
tiembla todo el día y parece que vaya a caerse encima. No sería de extrañar
que, tantas vibraciones, tuviese algo que ver en el desplome de la ladera.
También, vaya ocurrencia de poner este trasto tan cerca de la cortada, y más
sabiendo de la inestabilidad del terreno. Pero a ellos que más les da si se cae
la montaña con tal de hacer el negocio del siglo con los teléfonos dichosos que
dan la tabarra por cualquier cosa y sólo sirven para tenerte controlado a todas
horas del día, y de la noche; como el sábado pasado que me fui de carrete con
los compis y, la Mariona de Massalcoreig, una chiqueta lola que habla raro y que
me tiene loco, estuvo toda la noche, la mano que aprieta, con el celular: ‘que
si no bebas mucho’, ‘que si no hagas muy tarde’, ‘que si ya te val, tú de
juerga y yo aquí morta de fàstic’, ‘pero pásalo bé cari que ya entiendo que també
has de distraerte una mica’, ‘me debes una, eh?, a la propera salgo yo, y no
miris a les altres! Mañana la llevo al cine y ¡como rey! Unos buitres de
pelado cuello dan vueltas en lo alto dejándose llevar por la furia del viento y
dando círculos sobre nuestras cabezas. Diríase que están a la espera de un
posible objetivo. Me ponen de los nervios, pero debo concentrarme en el
trabajo. Taladramos a todo Morrison durante la siguiente hora. El polvo vuela
vertiginoso hacia el vacío y se pierde sobre el horizonte lejano de las ripas
cuando veo aparecer un tren rápido atravesando el Cinca antes de desaparecer por
un túnel que llaman de las Hechiceras. El sonido amortiguado y lento de una
campana llama mi atención. De la plaza de la iglesia sale un cortejo que parece
fúnebre. Las gentes se mueven con lentitud y se agolpan alrededor de un coche
negro. Poco a poco, la multitud avanza y se pierde por las calles estrechas.
Desde aquí sólo puedo ver escasos trechos en los cruces de las calles. Suben,
cuesta arriba, hacia una pequeña planicie donde hay un cementerio. El viento
arrastra los sollozos por el valle y vuelan tristes por el horizonte fresco de
los ríos. Por el puente medieval circula un tractor pequeño que lleva remolcada
una cuba con unas aspas. Se dirige a la huerta. Algunos hombres trabajan
haciendo turnos en una fábrica cercana y también en el campo. No descansan nunca.
En lo alto de la ermita observo un grupo de personas que han subido a observar
el pueblo desde arriba, a vista de pájaro. Yo lo veo siempre así. Es bonita la
imagen de los tejados, de las sinuosas calles y del paisaje. Buscan su casa
desde lo alto como suspendidos en el aire y se divierten tocando una campana
rememorando los tiempos en que vivía el sanjuanero y avisaba, con toques
diferentes, la llegada de tormentas, del fuego en los pajares y de la hora del
almuerzo. Judith nos pone al día de la historia de este pueblo en los
descansos. A través de la emisora, ahora nos alerta del peligro que corremos
por el aumento de la velocidad del viento. Tenemos que abandonar el trabajo.
Desconectamos las máquinas y subimos a la base. Realmente aquí arriba el viento
sopla con más fuerza y es difícil mantenerse en pie. Suerte del arnés. Nos
bajan al pueblo y tomamos unas birras en un bar que vemos pequeñito desde
arriba— a resguardo del viento. Con la mirada fija en la cortada, un
parroquiano bakán y solitario se arranca a explicarnos la casuística del
suicidio de un señor del pueblo que, andando sicoseao desde el tiempo de la cocoa, arrojó su
boina, su gancho y su alma por el precipicio de la ripa. Hay que estar achacao
para tirarse desde acá; solo de pensar se me aconcharon los meaos. La mente
humana sorprende a veces con estados de infinito padecer que solo consideran la
fatal solución. La vida tiene sus cosas.
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Foto_ Judith Monclús |
Como dice la Judith, hoy debería
parar de bufar el cierzo. Son las diez menos cuarto y parece que amaina. Al
menos, no se oyen los lamentos de la dichosa torre de telefonía. En un descanso
en las perforaciones, colgados a veinte metros del corte superior, esta mañana
fijaremos la red metálica a los enclaves de acero. Hoy no se ven las barrellas
correteando por los montes ni las siniestras espirales de polvo que levantan
las ventadas. Las gentes perciben la calma y, poco a poco, van saliendo de sus
casas para los menesteres diarios. La Pilar del Seco –simpática y parlanchina
señora— abre el balcón del primer piso para ventilar el cuarto y saluda efusiva
a la vecina que escoba hierbajos en una placita próxima. Las vacaciones
escolares de primavera han invadido el pueblo de forasteros, personas del
pueblo que se fueron por motivos de trabajo conservando sus casas que
permanecen cerradas la mayor parte del año. Las amplias avenidas junto al río
se han llenado de turismos, furgonetas y todoterrenos; también hay un carro de
transporte de caballos y algún tractor aparcado. Ya en la tarde, el humo de las
chimeneas asciende con más altura que otros días y en las aguas del río se
reflejan tremulosos los finos tallos de espadañas y de juncos. Unos niños de
vacaciones llegan en bicicletas de vivos colores a una pista multiusos y corretean
con un balón de cuero entre sus pies imitando a Dongou, a Muniain, a Messi y a Ronaldo.
El repartidor de butano, que ha recogido una botella naranja en la herrería, se
dirige al puente para reponer los balones de la Barceloneta. El eco de la
montaña acerca el ruido de una moto-sierra que maneja con estilo un señor
cortando leña para el fuego en una era, cuando una pareja de águilas vigilantes
pasan cercanas a las ripas distrayendo mi atención y evocando mi infancia contemplando,
feliz y ensimismado, el vuelo majestuoso del cóndor desde lo alto de una roca,
allá en los Andes.
Cuando el encargado de obra –un
cornetero weón que se pasa el día haciendo la pata al jefe— ordena retirada de
la plataforma, el cierzo se ha calmado. Ascendemos polvorientos al llano. El
sol se esconde por los montes del oeste y una cigüeña zaguera que vuela sobre
el río pasa silenciosa sobre los tejados cubiertos de sombras.
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Foto_ Judith Monclús |
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Foto_ Manuel Urrea, "Manolé" |
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Foto_ Manuel Urrea, "Manolé" |
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Foto_ Manuel Urrea, "Manolé" |
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