Águedas


Obra de Francesco Guarino
El día amaneció con rosada en los tejados y sobre las viejas tapias de los corrales. Las bajas temperaturas de aquella noche de víspera de Santa Águeda de Catania –protectora de los males de los pechos, de los partos difíciles y de los problemas con la lactancia de las mujeres— presagiaban una mañana calma y soleada de celebración en Ballobar. Cuando la suegra de Quintín asomó a la calle con una toca de lana negra sobre sus hombros y la escoba de palma entre sus manos, el frío amortiguaba el tañer de los cuartos para las nueve extendiendo con sus acompasadas notas los olores de pan fresco, de azucarados bollos y de esponjosas tortas de bizcocho horneadas por los panaderos, y el sol de invierno se posaba sobre los tejados levantando brumas vaporosas filtrando sus rayos por el vaho cristalino de las heladas ventanas.

Aquel primer domingo de febrero, las mujeres tomaban el mando y liberaban sus ataduras con la cocina, con la colada y con la suegra. Un día al año se permitían sentirse libres de los trabajos caseros, del cuidado de los niños y de los caprichos de sus maridos. La noticia de la toma de posesión de la primera mujer alcaldesa de España en Ubidea_ Vizcaya, emitida por la radio tres días antes había despertado cierto entusiasmo reivindicativo entre las mujeres provocando algún desencuentro familiar en casa de la María de la Colchonera cuando expresaba a viva voz –con gran desconcierto de la abuela que se santiguaba a cada frase reivindicativa de la nieta— que las mujeres tendrían que emanciparse de la tiranía de los hombres y dejar de ser esclavas del mandato divino de parir con dolor. La María no tenía pelos en la lengua y escampaba sus modernas ideas a los cuatro vientos; sus mejores amigas la escuchaban con pasión cuando describía los biquinis que llevaban las mujeres extranjeras en las playas del país, una descripción que acompañaba con imágenes de las playas de Benidorm de un número atrasado de la revista Miss que adquirió de saldo al chico de “La Tiendeta Nueva” que, a su vez, negociaba por su cuenta los ilustrados excedentes atrasados para financiarse los preliminares dispendios del tabaco.

La templada brisa de aquella mañana de febrero acariciaba los delicados rostros de las mujeres reunidas en la plaza Mayor antes de dirigirse al templo donde iba a celebrarse la ceremonia religiosa destinada a bendecir los tradicionales “panbenditos” que se repartirían troceados en raciones individuales en el descanso de la sesión de baile de la tarde. Ya en la iglesia, mosén Jesús, un cura de cabello blanco, de sermón escueto y que no empezaba el servicio hasta que no se oía una mosca en el local, convino en recordar a la parroquia las virtudes de la santa narrando las torturas y padecimientos corporales sufridos en sus senos por rechazar las pretensiones amorosas de Quitanius, procónsul de Sicilia y de su final destino entre las brasas de carbones encendidos. Las mujeres escuchaban con angustia su relato y sus rostros reflejaban la ira por el martirio de aquella joven hermosa condenada a aquel destino cruel. El cura deseó un buen día a las presentes aconsejando contención con el vino en la comida y discreción en la sobremesa, cosa que, por otra parte y conociendo el personal, no hubiese hecho falta recomendar porque ya sabía él que no tenían intención de hacerle ni puñetero caso.

La liberación total en sus tareas exigía, como era ya costumbre establecida en dicha fecha señalada en el calendario femenino,  que para la elaboración de la comida se contratara los servicios de un cocinero de prestigio que, en este caso, recayó el encargo en la persona del señor Fernando Guisado, guisandero de renombre,  de origen ceutí y afincado desde tiempo en la población. En el salón del baile de Casa Pablito, se dispuso una mesa larga en forma de “u” con una preciosa vajilla Duralex sobre manteles floreados bordados a mano. Se inició el jolgorio alimenticio con un vermut Izaguirre, obsequio del ayuntamiento, acompañado de unas olivas rellenas de anchoa, unos calamares a la romana y unas croquetas de bacalao del Atlántico adquirido en salazón en Casa Manolo. Con mucha discreción, la Clementina comentaba a la Joaquina del Herrero la ausencia de la Felisa del Espartero que había declinado su participación alegando dolores en la riñonada, aunque ambas convinieron en hacer responsable de su ausencia a su marido, hombre celoso por naturaleza que impedía a la pobre Felisa la relación festiva aunque fuese entre señoras, ves a saber si se le iba a ir la lengua y explicar a sus amigas alguna circunstancia familiar relativa a los tratos que recibía cuando su marido empinaba el codo más de la cuenta. La Juliana y la Paloma comentaban el éxito inminente que se iba a producir en el próximo festival de Eurovisión con la canción “Hablemos del amor” interpretada por Rafael, mientras la Teresa ilustraba a la Georgina del Barquero sobre el novedoso método Silhouette que garantizaba en poco tiempo y por módico precio, la manera de eliminar el exceso de grasa adquirida por los sucesivos partos, perfeccionar el busto y adquirir una admirada figura, justo en el momento preciso en que los camareros de Ontiñena contratados para el evento comenzaban a servir la sopa, seguida de una suculenta ración de pollo a la chilindrón bien cargado de pimiento, con buena base de cebolla y de tomate de conserva, abundante sazón y buenos tacos de jamón. La cuarentena de mujeres allí reunidas, la mitad de ellas con estricto régimen de adelgazamiento –promesa que cada año hacían a la santa en ese día señalado al verse reflejadas en el espejo del salón donde se celebraba la comilona—, ya habían subido el tono natural y discreto de las confidencias personales referidas a sus maridos y, ya sea por el efecto del tinto de Cariñena o por las calorías aportadas por las aves de corral, sus voces y sus risas ya alcanzaban el Alcanadre. Por la banda de la “u” cercana al escenario de la orquesta, el grupo de la Lola del Albardinero sacaba los colores a los camareros mientras se empezaba a repartir el chocolate con torta y unos calóricos frutos secos de la tierra con mistela.

En el escenario del local, el Albacar ajustaba el bombo y daba los primeros redobles al tambor de la batería, el Porranga afinaba la trompeta de tres pistones en si bemol y el Valenciano enchufaba la guitarra al amplificador cuando Pedro, el barbero, ajustaba las clavijas del violín frente a un atril metálico con partituras. Animados por los primeros aplausos de las águedas, el Albacar dio tres toques de baqueta en el canto de la caja y se oyeron los primeros compases de “Paquito el chocolatero” cuando empezaban a llegar a la sala los primeros maridos asustados por el guirigai de voces alteradas por la música y el vino. Poco a poco, los hombres fueron llenando aquel salón y las mujeres resolvieron sus dilemas existenciales junto a los fornidos hombros de aquellos labradores ilusionados por el buen tempero de los campos que presagiaban la esperanza de una abundante siega cuando Sampietro, el cantante de los Hardy, entonaba "Monday Monday".

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