Mentideros otoñales


En la vida, hay momentos de placidez. Tomar el sol en un día de bonanza, sin que el cierzo aterre por las avenidas del pueblo despeinando permanentes, es uno de estos momentos. En estos pueblos del Bajo Cinca –al menos los que ya tenemos la rutina hecha por los años, y no es momento de cambiar— es costumbre de comer al mediodía. A la una, la mesa puesta, que el abuelo tiene que echar el guiñote en el club y a la dueña la esperan las amigas para dar un paseo junto al río con los cacharros ya puestos a escurrir y la escoba pasada en la cocina, que la casa ha de estar siempre en orden, por principios y por lo que pueda pasar, porque puede venir de visita con cualquier pretexto y sin avisar la alcahueta del barrio y encontrar alguna falta, o que le dé a una un vahído de los que no se pasan con un vaso de mistela y tengan que avisar al médico; ante dichas circunstancias, las dos de gravedad, mejor que la casa esté siempre ordenada y limpia y, en la cama, la colcha bien estirada. Y no te digo yo si tuvieran que avisar al cura por las cosas de la vida, que entonces se te llena la casa de parientes apenados –algunos por ver si les dejas de herencia el corral, que ya ves tú para que querrán un corral si ahora ya no crían ni tocino ni gallinas,  que si no fuera por mí ni huevos comerían, y que no aportan ni el pienso que se comen—; ay chiqueta, pues eso que te decía, que se te llena la casa de vecinas y bachilleras que sacarían punta de cualquier cosa: que si, miate, la Joaquina, no saca ni las telarañas; ¡hostia, si hace treinta años que no veo, con estas cataratas! Ya me dijo el nuestro joven el día que enterramos al Florencio –días después que, al pobre, le diera un soponcio viendo el futbol en la tele un día que perdía el Barça por cinco a cero— que, por cierto, el joven, lejos de expresar un sentimiento, se había puesto como el Quico con un pollo a la chilindrón: “suegra, me paice que s’habría d’operar la vista porque aún no s’ha fijau en la tripa que saca su hija”. ¿Tú te crees que son maneras de decirme que esperaba bautizo la Florentina? No sé cómo han podido salir tan listos los nietos; será por parte de su madre porque del desustanciau de su padre mejor que no tengan nada.
La tarde avanza con agradable lentitud y se nota en el ambiente relajado de mujeres, con alguna excepción masculina, un clima dicharachero con algunas reminiscencias al pasado. Interpelo a las presentes por la casa de la “Albañila”, una señora del pueblo que, según tengo entendido emparentó, en los tiempos republicanos,  con la familia Porta, una familia residente  en la Barceloneta, antes de trasladarse a Lérida, de la que algún descendiente se dedicó, con cierto éxito a la fotografía en un local de la plaza de San Juan de dicha ciudad, al que tuve el placer de saludar estos días y de charlar un rato de cosas del pueblo. Como sea que la charla da para un rato de tertulia junto al río, pintado de reflejos verdes, ocres y amarillos de juncos y chopos otoñales, surgen historias de cuando, siendo niños, algunos cruzaron el puente de Fraga, llevando consigo los pocos enseres que tenían y con la amenaza de las  bombas, hacia pueblos y tierras catalanas que los acogió con fraternidad mientras duró su estancia pasajera, y, dándose el caso de algunos nacieron en ese exilio. Cosas de la vida que tienen para contar y que constituyen, en alguna medida y en según que casos, tema de conversación para rato con las que se podría escribir un libro. La tarde avanza generosa y se presta a la charreta agradable de esos días de calma de noviembre en que apetece sentarse al sol con las vecinas y amigas viendo pasar las lentas aguas hacia el puente.
      ¡Ca! Sabes que te digo que, con este sol, hasta me sobra el refajo...

Yo, que sólo he parado a saludar, reemprendo el camino a la ciudad después de obtener el consentimiento para tomar y publicar alguna foto de recuerdo del lugar, del sol y de las personas de este entrañable mentidero de otoño.


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