Caza

Después de un tiempo de excesiva sequera, las últimas lluvias de este otoño que renace han dejado el campo preparado para la sementera y para los largos paseos por el monte en busca de liebres, conejos y perdices. La temporada de caza, que inicia su andadura el próximo domingo, viene precedida, como casi siempre, de la incierta perspectiva de divisar, a tiro de escopeta, especies voladoras de prestigio y de sabroso degustar que llevarse al zurrón. Y, es que, en estos días últimos de veda, los cazadores se ilusionan con la apertura y templan los nervios ante la visión somnolienta que invade los anocheceres de éxtasis teresiano de alguna perdiz recitando sus últimos versos: “vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero”... Esto de la caza, como todo aquello que compete a los humanos, tiene su punto de controversia y discrepancia en los pareceres, aunque sin alcanzar los niveles de charlatana polémica en las tertulias eruditas de los medios audiovisuales. Todo se andará. De momento, los tertuliantes actuales se aproximan con educada cautela a la sobresaliente yugular del efusivo contertulio de mesa que predica la necesidad urgente de facilitar un gobierno del pepé con una magnánime y suicida abstención socialista; o, según cadena televisiva, se divaga, con radical convencimiento entre partes, sobre el desorden en la gestión de los dineros públicos, de las tarjetas negras, de la sedición de algún territorio litoral o del sexo de los ángeles, materia ésta de la que, aún sin constancia documentada de referencias médico-forenses, podría generar, sin temor a equivocarnos, varios capítulos televisivos en hora punta. Así y todo, la caza adquiere, en este tiempo de luces mitigadas por las brumas del otoño, una apacible ocupación para los amantes de amaneceres rosados, de perfumados rastrojos y del asustado ajear de las perdices que arrancan de los altos. Los sentidos se disparan con la muestra de los canes y los problemas de la vida se pierden entre los espartos, los romeros y los artos que tapizan los yermos. Sólo por ver la mirada agradecida de la Diana ya vale la pena madrugar.

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