Mengua
El día amanece espléndido.
En lo alto, una luna menguante contempla los campos arados preparados para la
siembra. A la primera luz del alba, un aire húmedo presagia una jornada de
bochornoso caminar.
—
¡Quió, entras leña u qué!
Una botella de tinto
acompaña ya el almuerzo matinal y se comparten asuntos del día a día en una
agradable tertulia entre amigos. La salida del día anterior a la caza de setas
hace que muestre satisfecho, entre carajillos y aromas de tabaco, algunas fotos
curiosas de una macrolepiota procera,
seta comestible de gran tamaño que ha requerido, por falta de conocimientos
pertinentes, consultar con los amigos del Grupo Micológico de Binefar para
saber detalles de la misma –no confundir con alguna especie tóxica como la macrolepiota rhacodes— y, así, evitar males
mayores; algunos fredolics, llenegas negres y un zalpau de llengua de bou acompañaron en la cesta
de mimbre a esta seta gigante de unos quince centímetros de diámetro.
Fuera,
el paisaje ya está soleado aunque con una ligera telariña refrescante que ayuda a desplazarse con cierto ritmo una
vez engrasadas las juntas articulares y vencida la tendencia a la charrameca. Pronto se inician las
primeras carreras de algunos conejetes asustados, lo que hace pensar que no van
a aguantar la muestra del encame y que parece que tenga que ver con este tiempo
veraniego que nos acompaña este otoño extraño. Todos comentamos que, en época
infantil y llegados a octubre, fuese raro que no se levantara una semana de
cierzo frío después de un temporal del oeste; infrecuente era el año que pa’l
Pilar no sufriésemos los efectos del viento en nuestras piernas destapadas por
el uso de pantalón corto. En fin, cosas del cambio climático que según comentan
algunos, obliga a los agricultores a aplazar la poda de los frutales por el
retraso en la caída de sus hojas. Por si no tuviésemos bastantes líos, ahora
también con la madre naturaleza, que más que madre parece tornarse suegra. Es
un decir.
La
mañana se vuelve calurosa entre laderas pedregosas, mantos de esparto, aromáticas
ontinas y sisallos erguidos entre los que corretean asustados conejos hacia sus
vivares. Hacia mediodía, la cuadrilla ya cuenta con algunos en el morral
cuando, divisado un bando de perdices que enfilan las elevadas cuestas del coto
a reacción, los componentes de la mano se dispersan y acometen la competición
con las patirrojas por el terreno inclinado o por las faldas sosegadas, en
función de las fuerzas de cada uno. El recuento dio cinco conejos y tres
perdices entre tres escopetas con la ayuda de tres bracos que acabaron
renqueando y con ganas de echar la siesta.
Una
paella riquísima de costilla y pollo, cocinada en el hogar de leña sobre el trespiés,
que prepararon los chefs del día que
el domingo se tomaron el día libre de patear los campos, nos recompuso el ánimo,
el hambre y el agotamiento a los presentes.
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