La Charreta

Cuando los gorriones ya descansan en sus nidos y alguna cigüeña zaguera se retira al campanario con una rana en el pico, es la hora de la fresca, un rato de tertulia que quiere ser distendida y apacible entre vecinos al oreo fresco de la noche que comienza después de la cena. La hora de reunirse es imprecisa y variable porque las necesidades horarias de los vecinos han cambiado con los tiempos y los vecinos ya no dependen exclusivamente de las labores del campo como antaño, lo que ha derivado en la desaparición gradual de ese tiempo relajado en el que se reunían en informal charreta los vecinos y que, el retroceso de esta costumbre veraniega, habrá que achacarlo también a las comodidades y distracciones instaladas en las casas en aquello que se deriva del progreso tecnológico que acentúa el individualismo y el retraimiento general en los vecindarios, especialmente en las ciudades donde uno puede vivir cuarenta años en una escalera de veinticuatro vecinos y no pasar de conocerlos de vista y de dar los buenos días en el ascensor.

El recuerdo de la infancia me traslada a los años cincuenta del siglo pasado en que los vecinos salían a la fresca bajo las estrellas en la esquina de la sastrería de José Miró donde se confeccionaban los trajes a medida de algunos mozos para la fiesta de San Juan el Degollado y de aquellos que requerían el ajuste adaptado al perfil lustroso de su barriga que la confección generalizada no podía concebir en talla de tanta bonanza. Los críos correteaban por la calle al son del tric y trac armonioso de la máquina de coser mientras la señora Emilieta embastaba los forros de la americana cruzada gris, de doble abotonadura, con ojales en la solapa y cuatro botones en las mangas, mientras la friolera gata blanquinegra dormía relajada encima de una silla de enea resguardada del oreo de la noche.

Las vecinas aprovechaban la charreta para refrescarse de los abrasadores días del verano y, a falta de prensa y emisora local, se comentaban las noticias y chismes del pueblo siempre con el buen propósito de que lo que allí se decía no trascendiese, aunque sin saber porqué al día siguiente ya era de dominio público. La tertulia a la fresca tiene un código muy particular que se adquiere con el tiempo y las recomendaciones de los entendidos de la familia “si te preguntan tú a callar” y que son aplicables también a los mentideros masculinos; hay que estar siempre atentos al comentario que, con buen arte en el oficio de la charreta, sin demostrar interés en aquello que expone, busca enterarse de algo que ni le va ni le viene, solo por puro chafardeo, con una frase que incita a la vecina a pronunciarse sobre algo que debería ser considerado de carácter reservado; y es aquí donde la experiencia que dan los años de noches a la fresca, los más experimentados y están al caso del percal, se escabullen con elegancia, se hacen el sordo —en algunos casos no cal hacer el esfuerzo porque a ciertas edades la sordera ya es evidente— o saben salirse por la tangente con una elegancia tal que se diría que han ejercido la presidencia de la nación varias legislaturas. No así los primerizos e inexpertos tertulianos advenedizos a esto de las charretas a la fresca que su inocencia y buena fe les impide torear con rapidez el compromiso y salir airosos con la misma elegancia que el presidente en las sesiones de control del gobierno.

Sea como sea, este verano caldrá salir a la fresca de vez en cuando para compartir charreta con las vecinas que son muy majas y se aprende mucho. La otra noche, sin ir más lejos, se hizo énfasis en el lenguaje de expresiones y etimología de algunas palabras que algunas no conocían: ababol y cierrapollera. Pa que digan…

"La charreta Sebastiané"



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