Verano


Foto de "cosas de Ballobar..."
Cuenta la leyenda que Cristóbal era un cananeo de más de dos metros que ayudaba a los viajeros a cruzar el río. Ya en la Barcelona del s.XIX, el diez de julio, día de San Cristóbal, además de celebrar la fiesta de los conductores y cerrajeros se tenía por costumbre tomar un baño de mar, preferentemente al mediodía, que protegía a los bañistas de morir ahogados el resto del año. Sea como sea, el caso es que a finales de los cincuenta del siglo pasado la temporada de baño en las cálidas aguas del Alcanadre que refrescaban los juncos y escobizos se inauguraba, cada diez de julio, la temporada estival de baño en Ballobar el día que la leyenda atribuía buena suerte todo el año a quien viese al gigante cananeo paseando por las Ramblas barcelonesas portando un niño a sus espaldas hasta que su figura se desvanecía llegando a Canaletas.
Los más jóvenes, sobre los siete u ocho años, nos iniciábamos en las aguas bajas cercanas a las herrerías haciendo pequeñas incursiones hasta la “peñeta Lafarga”, un pedrusco o cinglo junto a la fachada este de las casas linderas al río de la calle Fraga donde el río manseaba sin peligro para los niños que nos iniciábamos en el aprendizaje de la flotación en calzoncillos. En mi caso duró hasta que, cierta tarde, un trozo de cristal cortó la planta de mi pie causando una herida de cierta consideración enrojeciendo las verdes aguas del río ocasionando el desgraciado fin de la natación de aquel verano.
Ya de más edad, los baños se desplazaban a “la fuente” un estrechamiento del río, aguas arriba, junto al terraplén erosionado por la fuerza que imprimía la salida de las aguas de la curva del Molino Viejo. El aire caluroso de bochorno arrastraba los aromas de la trilla sobre los cachurros, las tamarizas y las cisclas que ocultaban los cuerpos semidesnudos de los jóvenes y niños que iban y venían de la Peñeta de la Fuente, una piedra enorme junto a un manantial de aguas blandas donde los hortelanos del otro lado del río llenaban los cántaros y los jarros, y donde los bañistas más valientes se retaban a ver quien permanecía más tiempo bajo el chorro helado cayendo sobre su espalda. Madrillas, barbos y culebras de agua se escurrían entre las piernas de los niños alborotados que no conocían el miedo ni las cremas protectoras de la piel y que caminaban por las piedras ardientes de las gravas sin quejarse. Los niños jugaban a hacer rebotar las piedras planas lanzadas sobre la superficie del agua y se hacían navegar sencillos barcos construidos con estrechas hojas de caña. Los bikinis de los años sesenta atrajeron un mayor número de bañistas al río. La liberalización de las mocetas aportó afluencia de bañistas y una visión modernizada de la gestión del ocio hidrográfico aumentando el bullicio, las horas de baño y la excitación que los jóvenes resolvían con alarde de ejercicio físico y con saltos mortales desde la Peñeta, una vez y otra vez hasta que, exhaustos y hambrientos, decidían el regreso con un último salto al grito de “el tripazo de Cristo, cojo la ropa y me visto”. En ocasiones, el baño se convertía en aventura y se trasladaba a las vigorosas y frías aguas del Cinca bajando por los rápidos de la Confluencia hasta la enorme barca de madera a la sombra de los álamos y de las ripas.
Un tiempo de baños y aventuras por los ríos que nos ayudaron a calmar los calurosos veranos de la infancia y olvidarnos un tiempo de la comarca del Bierzo, de las declinaciones latinas y del ácido sulfúrico, y que se iniciaba el día del santo Cristobal.

Comentarios

  1. Que buena descripción .... parece que notes el agua en los.pies.

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