Yermos



Este otoño seco está dejando el campo deshabitado de perdices, sin agua y sin el cobijo fresco de unas matas verdecidas, como un erial polvoriento que convierte los montes en yermos estériles e invade los restojos y laderas de un silencio triste sin el canto de las cogulladas, como el silencio que arrasa la tierra vecina una vez que se haya aplicado un desconocido –por inusual— artículo de nuestra constitución que nadie sabía de su existencia y que, como una tisana balsámica, ha devuelto las ganas de ver el fútbol, de ir al cine los domingos o de charlar de cualquier cosa que no sea del monótono tema que imponían los informativos y tertulias cada día a la misma hora invadiendo las mesas, las casas, las mentes y hasta los sueños. Una pesadilla trágica con consecuencias carcelarias –con la escapatoria preventiva del ‘president’ emulando a Steve McQueen en “La Gran Evasión”, aunque sin la legendaria Triunph Trophy que le hubiese dado una dimensión más épica y digna de narrarse en celuloide y que terminó como el rosario de la aurora.

Un tiempo deshidratado que ha dejado el campo con un manto de espinas de cardos, de aliagas y de artos, únicas plantas capaces de resistir tanta sequía, sin refugio vegetal para la fauna salvaje y sin agua para los bracos que no cejan en la búsqueda inútil de liebres fugitivas y de perdices astutas que levantan en el quinto pino. Hoy por hoy, sólo se caza en la cazuela y, en esta temporada extraña, hay días que ni eso porque los asuntos de los miembros de la cuadrilla andan como andan y entre obligaciones personales ineludibles y los viajes del Imserso nos dejan más de una jornada sin un sabroso zancocho con patatas. En resumen que las piezas de peso conseguidas pueden contarse con los dedos de la mano y aún sobra el meñique.
El único que cuelga caza es el chavalín de Colás que está hecho un campeón y afición y piernas no le faltan. El resto, que andamos con la cabeza en otros asuntos a la hora de encararnos el veteado nogal, fallamos más que una escopeta de feria por falta de entrenamiento, por falta de precisión en los lances o por andar pensando en las musarañas. A pesar de todo, el ejercicio de caminar unas horas por el campo en las mañanas otoñales en compañía de la Diana correteando por yermos, laderas y restojos, constituye un aliciente esperanzador e ilusionante, aunque sólo afecte al mantenimiento de nuestro ritmo vital cardiaco y respiratorio que tratamos de impulsar, también, con buenos tragos del excelente vino de la última cosecha del Sabino que se estrenó estos días con la mengua de la luna. A ver si vuelven pronto los de Ibiza que este vino está pidiendo a voces un buen puchero de suculentas judías con tocino.

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