Una boina ansotana



Nota preliminar: "Dada su abundancia, y en coherencia con el protagonista del relato y su tiempo, se evita escribir en cursiva los localismos ballobarinos que se utilizan".
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(Historia de ficción para las noches de invierno)

Estás inmóvil junto al portal, amparado en la oscuridad de la noche sin luna. Sabes que no hay nadie en las calles, ni ojos delatores tras los ventanicos de las alcobas. La lluvia oscurece la escena donde se representa la inminente tragedia. Has estudiado los detalles y los pasos de tu víctima: la hora de la ronda de la guardia civil por el pueblo y el puntual regreso del juez de la taberna junto al río. El agua que cae de los tejados amortiguará tus pasos. Te escondes en el dintel del portal contiguo a su casa, en la esquina de la plaza. Esperas su llegada. Un pensamiento de duda te asalta. Aún estas a tiempo de dejarlo. Sacudes la cabeza y lo rechazas. Ya tomaste la decisión y quieres zanjarla. Escuchas sus pasos. El juez gira la esquina. Llega al portal. Lleva un batiaguas negro que cubre su espalda. Lo plega. Lo apoya en la piedra. Busca la llave en la gatera. Con sigilo, te acercas sin que se dé cuenta. Empuñas tu navaja. Te abalanzas sobre él e intenta defenderse. Sujetas su cuello con el brazo derecho mientras le asestas, con la zurda, un golpe seco en el costado que le atina al corazón. Es cuestión de un instante. Un relámpago fugaz ilumina la escena, lo justo para ver el dolor en su rostro y los ojos de espanto que salen de sus órbitas. Se desploma en tus brazos que amortiguan la caída y evitan el ruido que alerte a los vecinos. Oyes todavía el sonido ansioso de su garganta que suplica oxígeno a los pulmones vacíos. Sientes el escalofrío de sus convulsiones. Miras su cuerpo, ya cadáver, tendido en el suelo con los pies sobre el branquil de piedra. No alienta. Observas la sangre que fluye y se filtra en la tierra mojada, y extiende una mancha oscura bajo el pecho donde tú has clavado la afilada hoja de la navaja. Recoges su boina; ya no le servirá mañana. Un perro menudo y negro gruñe al otro lado de la puerta. El pánico no te deja pensar y tus piernas no obedecen las órdenes de tu cerebro. Te sobresaltas con el siniestro tañer de campanas que dan los cuartos de la medianoche y huyes calle arriba por angostas calles oscuras. El agua de las canaleras cae sobre tu cabeza y derrama una sábana de culpa sobre tus hombros robustos.
Tendido, ahora, en un catre sin sábanas, un temblor siniestro sacude tu mano ensangrentada. No puedes evitar el horror de su mirada agonizante clavada en tus pupilas dilatadas por el pánico. Te levantas de un salto cuando recuerdas que no has echado la regosta en el hueco del sillar. Ajustas la puerta con la vieja balda de madera. Recuerdas que tienes que limpiar la navaja manchada de sangre. Lo haces con un trapo sucio que arrojas a las llamas de la chaminera, y lavas tus manos homicidas con el agua caliente del puchero que bulle junto al fuego. Apagas el candil y te vuelves a tumbar en la destartalada cama, boca arriba, adivinando los maderos carcomidos entre vueltas de aljez y de cañizos. Poco a poco, la lluvia amaina. En el silencio oscuro de la estancia, repasas las afrientas y los rencores que te raden en el pecho. Le debías unos duros, pero no era tanto el motivo. ¿Te calentaron la cabeza los que buscaban venganza sin mancharse las manos? Quizás cobraste unos duros, pero que no te quitarán la pena. Das vueltas y revueltas en la cama. T’encaficas. T’enfarruquias. Buscas desincusas. Lo dejas estar y, al calor de la manta, te encoges, badallas, te giras y, al rato, te duermes.
El día amanece esclarecido. Despiertas. Sientes el invierno en tu cuerpo. Avivas el fuego en el fogaril y añades una toza de olivera. Tu estómago se ha relajado con el sueño y decides cocinar unos huevos junto al fuego. Luego, te pones una zamarra vieja, arguellada y sucia, sales de casa y emprendes camino a la taberna. Una boladeta helada te enfría la cara. Sin quererlo, tus pasos alargados te llevan de nuevo a la placeta. Decides aparentar normalidad para no levantar sospechas. No sabes cómo ha sido la noche, pero ves que se amontona la gente junto a un bulto tapado con una manta: un montón de vecinos alertados por las voces, un galeno que extiende el parte de defunción, dos guardias civiles que rodean la escena con una cuerda, un perro menudo que gime junto al cadáver, un carpintero que toma las midas al muerto, un cura con estola que reza por su alma, y una viuda compungida, vestida, ya, de negro. Te acercas, preguntas, indagas, lo justo, te muestras apenado, sorprendido, callas lo que sabes, y vas a la taberna a por un garrafón de vino. Cuando entras observas la clientela. Hay habladurías. Se dice, se comenta, se murmura que se está a la espera que la policía judicial investigue los hechos, que examine la escena del crimen, que analice las huellas, que busque pistas acusadoras, que recoja pruebas incriminatorias y que tome declaraciones a los vecinos; todo, a la espera del informe médico forense.  Oyes de refilón, que es inminente la llegada del juez de Fraga que ordene el levantamiento del cadáver. Mantienes la calma y escuchas blasfemias enrabiadas que resuenan entre los toneles. Todo son conjeturas inútiles, hipótesis descabelladas, suposiciones infundadas, opiniones variadas, chismorreos aventurados… Dicen que alguien vio, comentan que se oyó, afirman que ya se sabe, y casi todos aseguran, mientras otros callan. Pagas el vino y te vas. No reprimes tu curiosidad y vuelves a pasar por el lugar de tu crimen. El juez de Fraga ha llegado a Ballobar. Le acompaña un teniente y dos guardias uniformados. Un forense ordena el traslado del finado al depósito. Se le hará la autopsia. Dicta, el forense, un informe provisional que escuchas con aprensión: “herida mortal con arma blanca, posiblemente con navaja; atacante de complexión fuerte y de gran estatura; la orientación de la incisión lateral indica que, el asesino, se maneja con la zurda; posible corte en aorta  o punción cortante ventricular que causa muerte inmediata; avanzado estado del ‘rigor mortis’ que indica muerte anterior a la madrugada o, quizás, sobre la medianoche, teniendo en cuenta las bajas temperaturas nocturnas; no se deducen más consideraciones, de momento. La viuda confiesa entre sollozos que no se le conocían enemigos manifiestos, que no vio ni oyó nada que le alarmase, puesto que durmió a pierna suelta toda la noche, bajo los efectos de una infusión bien cargada de valeriana y pasiflora, y que sólo encuentra a faltar, entre las pertenencias del juez, una preciosa boina ansotana que le cagó el tronco la pasada nabidá, la cual, añade, le daba una presencia de rectitud y severidad en los juicios de faltas que impresionaba a los vecinos”. Sus palabras te alertan. Tu cabeza, cosa inusual, piensa. Te preguntas cómo puede deducir que el asesino es zurdo si no lo conoce. Estos chupatintas de Fraga se creen muy listos, pero a mí no me enreguilan.

El temporal escampa. Ahora, bufa una brochina heladora que te corta la piel de la cara. Cuatro parientes llevan a hombros el féretro con el cuerpo sin vida del juez de paz que mataste en la noche. Un perro menudo le sigue. La iglesia se llena de gente conmovida. Quieres estar presente en su funeral para evitar comentarios chafarderos: —“pues fulano no ha ido”. Al entrar, recoges con la mano izquierda el agua de la pila que llevas a tu frente. Algunos vecinos se extrañan de verte. Desde el funeral de tu madre que no pisas la iglesia. Crees que lo mejor será no dar motivos para que hablen. Buscas acomodo en el coro, lejos de miradas bachilleras que te siguen. Los rayos de sol que se filtran por el amplio rosetón calientan las calvas descubiertas. Cerca de la puerta, ves unos guardias apostados que miran a todos lados; pasan revista a los hombres, escudriñan sus rostros, sus manos, su calzero, su ropa y sus boinas; con paciencia, impasibles pero sin disimulo. El perro menudo se asoma a la puerta, mira hacia arriba y te observa. El teniente se fija en la escena. Dirige la mirada hacia ti. Mira el perro y te vuelve a mirar. Te ve recostado en el barandau del coro. Te mira fijamente. Desvías su mirada con disimulada calma, con nerviosa aprensión. Te retiras unos pasos. Tu pulso se acelera. Sudas. Te preocupas y te asustas. ¿Qué importancia ha de tener que un perro te mire? Piensas que no habrá visto nunca el coro de iglesia. Más te inquieta la mirada escrutadora del guardia con galones. Te fijas en el cura cuando se acerca al féretro con un incensario que mueve con breves espasmos de su brazo, entonando el “requiem”, unas palabras extrañas que te suenan a chino y que extienden su eco por el templo, brillando entre las nubes del incienso, relajando tu mente desquiciada. Te añades al final del cortejo fúnebre que se dirige al cementerio. El aire frío de febrero congela los rostros y las lágrimas. Los minutos transcurren silenciosos por las calles empinadas. El cortejo llega a la altura de tu casa. Intentas quedarte atrás, pero adviertes la presencia zaguera de los guardias que observan recelosos la presencia del perro menudo que te sigue desde la iglesia. Te preguntan. Te entretienen mientras el séquito se aleja. Han ligau algunos cabos. Han intuido que aquel perro sigue el rastro de sangre en tus suelas, o el olor de su amo que se impregnó en tu ropa en la reyerta asesina. Han observado en la iglesia que eres zurdo. Demasiadas pistas que les llevan hacia ti. Pero les faltan las pruebas. El perro menudo del juez se para frente a tu casa. El teniente saca su pistola y ordena: —¡Venga! ¡P’aintro! Tú te niegas, protestas y te quejas. No puedes impedirlo. Hace frío y te retienen junto al fuego. Escudriñan tu casa, por ver que encuentran. Buscan. Tocan. Rechiran. Giran. Mueven. Lo ponen todo patas-arriba. Te la piden, y entregas tu navaja. El perro menudo se dirige hacia el pajar. Un guardia lo sigue. El perro se para junto a un saco que, como premonición de tu destino, contiene una jaula. El guardia desata aquel saco y descubre una boina que tiene una etiqueta cosida en su interior: "Boinas El Pirulo- Ansó". El perro menudo la huele, la muerde y sale corriendo. El teniente ya tiene la prueba que te inculpa. Tú t’escamas y t’encaras. T’esberas, t’esderizas, t’enfurias y t’esbatullas. Entrepuzas con el puchero y se hace un chabisque d'agua. Y, escalcigas cuando te sujetan, y notas un sudor frío que recorre tu espalda. Y flaqueas. Y, al final, sientes que tu fortaleza se derrumba junto al fuego que se apaga. Maldices el perro, maldices la boina y maldices la hora en que decidiste clavarle la navaja.

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