Con la colilla entre sus labios

Un alegre tu-tu-liu de cogulladas se extendía por los valles de la sierra de Ontiñena mientras las primeras luces del día teñían con suaves acuarelas un horizonte de estío. Cuando el sol iluminó las lejanas brumas de aquel sereno amanecer de primeros de agosto de 1874, Manuel Miró, el Cigarro, alarmado por el respingo de su mula al vuelo de un mochuelo, despertó de un brinco con su trabuco entre las manos. El bandolero salió del refugio sombrío de la cuadra con sigilo y con el tronar de las palpitaciones agitadas. Ya en la era arcillosa del mas, respiró aliviado al comprobar su humilde soledad, tan sólo alterada por el afanoso limar de diminutas langostas sobre las espigas doradas, y relajado por la fragancia de romero que acercaba la temprana brisa de la sierra. Los primeros rayos de sol iluminaron su cuerpo erguido, vigilante y fuerte, ataviado con unos calzones de raída tela, con pedazos en el trasero, y que ajustaban en las pantorrillas con unas jarreteras con hebilla; lucía una camisa sin cuello, de basto lino, bajo un chaleco con botones de latón, y calzaba miñoneras de esparto con vetas negras de algodón y gruesa lona que en sus tiempos fuese blanca; rodeaba su cintura con ancho cinto de algodón negro donde guardaba una afilada navaja cabritera con cachas de madera, una petaca de cuero con la picadura de tabaco, un mechero de chispa y una bolsa con cuatro duros de plata y algunos reales de dudosa procedencia; el Cigarro cubría su cabeza con un pañuelo negro, atado en la nuca, que ocultaba un sedoso cabello que trataba con aceite de tomillo que lo mantenía limpio y le ahuyentaba los piojos. Sus ojos verdes observaban el paisaje y extendían su reflejo por los valles tapizados de sabinas, romeros, artos y chinestras. Para comprobar su aislamiento, se dirigió a lo alto de la cornisa de la sierra y se acercó al canto soleado desde el que se divisaban extensos valles sembrados, un rebaño de ovejas entre los abrasados rastrojos, los espartos resecos de las laderas, el vuelo del cernícalo sobre su cabeza y, a través de la neblina, la difusa silueta de Las Garrigas, las cornisas del Ebro y el pico del Montmaneu, una montaña en forma de pirámide al otro lado del Segre, que servía de guía a los esforzados campesinos para trazar el primer surco de arado en la labranza. Entre la belleza de aquel paisaje, El Cigarro dejó volar sus pensamientos apenados. Hacía tres semanas que vagaba por laderas y barrancos ocultándose de las patrullas hostiles de los guardias y alejándose de los lugares habitados. Pensó que aquel mas de Coca, que ya conocía de sus años de pastor y jornalero, era un lugar seguro para ocultarse un tiempo y descansar de su andadura errante, aunque debería tomar precauciones con el fuego para cocinar y vigilar la posible aparición de algún intruso alertado por el humo. El sol ya calentaba en lo alto cuando Manuel decidió volver a su refugio del mas y preparar algunas trampas pensando en cazar algún conejo que abasteciera su escasa despensa. La brevedad de sus posadas le hacía agudizar el ingenio para sobrevivir en aquella tierra hostil. Conseguía el agua diaria en una balseta de piedra, cerca del mas, construida sobre suelo impermeable que retenía el agua de lluvia conducida a través de un reguero en la ladera, y que tenía unos escalones para facilitar el llenado de los cántaros y del botijo. Viajaba con un viejo puchero de barro que utilizaba para cocinar las secas legumbres que portaba en unos saquitos de tela; llevaba también consigo un trozo de cecina de cerdo, pan, algún chorizo, sal, tocino, unas cabezas de ajos y aquel mechero de chispa al que no se le terminaba nunca la piedra. Valorando sus escasas provisiones y las llamadas de su estómago vacío, se dispuso a preparar unos lazos, no sin antes de comerse un trozo de cecina, acompañada de los restos de una hogaza de dos libras que negoció a la baja con el panadero de Pallaruelo de Monegros una noche sin luna. Distribuyó los engaños entre sisallos y romeros, por los pasos de los conejos hacia sus madrigueras, con la afianzada esperanza de conseguir un par de piezas. Encendió unas ontinas resecas en un hogar sin chimenea y añadió una toza de carrasca que encontró en la era. Acercó el puchero alambrado al hogaril, con el agua, las judías, una cabeza de ajos, una pizca de sal y un trozo de tocino, lo rodeó con ceniza vieja y unas brasas hasta un cuarto de su altura y esperó a que echara a hervir . Salió del mas y se sentó en un ruello de piedra con la vista atenta hacia el camino. El sol estaba ya en lo alto y el viento inmóvil. Soñoliento por la vigía permanente, al poco, se quedó dormido.
A cuatro leguas de aquel lugar, en Vallobar, el sol del mediodía doraba las piedras del puente sobre el Alcanadre. El sol abrasaba las grupas de las mulas que transportaban rebosantes vasijas en las aguaderas de esparto hacia las casas del pueblo y quemaba las frentes de los campesinos que regresaban con la azada al hombro y un saco de verdura sobre la espalda. A su lado, algunas mujeres pasaban con el cántaro de agua fresca de la fuente que apoyaban sobre un trapo enroscado en la cabeza. El barbero cruzaba el arco mayor con un par de anguilas que cayeron en las trampas en la noche calma bajo un tronco hueco de la orilla, y unos barbos que pescó a media mañana bajo los álamos frente a las ripas. Cuando el sanjuanero de la ermita hacía sonar la campana al mediodía, una pareja de guardias civiles daba las novedades a Don Pedro Almansa, un brigada rechoncho y bondadoso, sentado frente a una mesa colonial de madera de naranjo con incrustaciones de hueso y tiradores de bronce, con un tintero de porcelana blanca con dos plumillas venecianas y un secante de góndola, un ejemplar del “Manual del buen guardia civil” y una edición reciente de epigramas de Juan de Iriarte que el brigada recitaba satisfecho en las tertulias. Con el carácter bonachón de aquel brigada, ilustrado y aficionado al vino de Gratallops, contrastaba el mal temple del Nicanor, un cabo primero con malas pulgas que había combatido al ejército carlista en la defensa de Morella y que traía de cabeza a los cazadores furtivos del pueblo. De aspecto saludable y atlético, que siempre miraba a los demás con altivez, el guardia Nicanor no salía nunca a la calle si no lucía siempre su uniforme azul oscuro bien planchado, con los pantalones ajustados en las pantorrillas por el interior de unas polainas de cuero hasta las rodillas, tratando de impresionar a las mocetas. Aquella guarnición, a la que algunos añadían la señora del brigada –una navarra de Tafalla, de armas tomar, ante la cual no pasaba nunca un guardia sin cuadrarse y que los tertulianos de la taberna llamaban “La Generala”—, tenían el encargo de detener al bandolero de la población Manuel Miró, “El Cigarro”. Ya en la tarde, el brigada braceaba con orgullo ante los guardias sobre un mapa que extendió sobre su mesa –una separata del “Atlas de España y sus posesiones de Ultramar de 1853” que había encontrado en las dependencias de la casa donde se había instalado aquel destacamento provisional de la guardia civil perteneciente al marqués de Ariño—, al tiempo que les informaba de la estrategia para dar con el paradero del bandolero y ordenaba la busca y captura del Cigarro con la indicación tajante de apresarlo ‘mejor vivo que muerto’.
Allá en la sierra, ajeno a la rotunda decisión de aquel brigada, el Cigarro despertó sobresaltado por los graznidos de unas urracas asustadas por el vuelo amenazador de un esparvel. Hambriento, el Cigarro entró en el mas, apartó el puchero del hogar y dio cuenta de un buen plato de sabrosas judías con una cuchara de madera de boj que siempre llevaba consigo; guardó el resto para la cena y encendió un cigarro de picadura que llevaría colgado de sus cortados labios hasta la noche. El tabaco le relajaba y también le perforaba la camisa. Avanzada la tarde, sentado en unas piedras en la ombría, sus pensamientos volaban a velocidad tan vertiginosa como la del esparvel que le había robado su sesteante descanso. Tanta soledad le abrumaba. Las horas pasaban parsimoniosas. Prefería los días de aventura de su viaje desde la sierra de Alcubierre, donde había pasado el duro invierno con algunos camaradas. Rememoraba los días de su estancia clandestina en las cuevas de San Caprasio de Farlete donde sus pensamientos no trascendieron más allá de su cigarro apagado entre los labios, y, sólo en ocasiones, conversaba de sus cosas personales con El Manco, un compañero de fatigas de Villanueva de Sigena con quien compartía las ideas, los principios y la velada crítica ante la excesiva crueldad que demostraron algunos compinches arrojando de la barca a un compañero, acusado de traidor, con una piedra colgando de una soga atada al cuello. El Manco, escuchó en silencio las palabras amargas del Cigarro cuando le confesó la razón por la que, una noche sin luna, decidió coger su navaja, una alforja con tres panes, un chorizo de la caña y dos paquetes de picadura y echarse al monte por dejar de soñar con la Severina –la criada protegida del amo– con unos ojos grandes como cantaricos que refrescaron los crepúsculos sofocantes del Cigarro en un verano abrasador allá en la era, compartiendo los soporíferos cantos de las chicharras entre los restojos. Sometidos a rigurosa vigilancia, el mayoral dictó terrible sentencia con la forca del pajar entre las manos cuando sorprendió a la Severina entre sus brazos la estrellada noche de San Juan, después de un baño apasionado en las tranquilas aguas de la balsa, refrescados sus cuerpos desnudos por la fragancia de frondosas chinestras.
En su fugitiva soledad, el Cigarro pasaba por momentos de tormentosa reflexión sobre su alma desgarrada por las espinas de la vida. El monótono croar de las ranas le acompañaba al recordar su condición de familia sin tierra, forzado a trabajar por cuatro perras mientras los demás niños iban a la escuela. Hacía de pastor en casa grande con jornal pequeño y combatía los piojos y garrapatas con agua de tremoncillo. Dormía en la pajera sobre una recia sábana tejida con una mezcla de cáñamo y de lino, de color indefinido por falta de lavado, que también servía para transportar la paja y para la recolección de las olivas. En contadas ocasiones bajaba al pueblo y dormía en su casa; le entusiasmaba despertar al alba con el divertido guirigai de golondrinas y pardales, después de una noche de aventuras soñando que viajaba por el Cinca con los navateros de Laspuña; le emocionaba bajar al terraplén que daba al río y contemplar el brillo de las aguas junto al puente, sentir el fresco de la brisa veraniega, el baile alegre de los álamos de la orilla y el trasiego madrugador de la gente hacia la huerta; observaba el alboroto de las mozas que iban a lavar al río y descubrió el rubor adolescente en su piel morena al observar el divertido ritmo de la Severina con el jabón entre sus delicadas manos; ensimismado con la armonía de su cuerpo arrodillado sobre las piedras de la hilera; viendo el frotar de sus brazos remangados sobre la tabla estriada pintando el aire de la mañana con diminutas gotas que brillaban al trasluz de la veladura humedecida de la bruma esbandiendo las sábanas blancas. Cautivado por la risa contagiosa de la Severina, cuyas notas de jilguero se extendían por los juncos y espadañas del río, Manuel quedó fascinado para siempre por aquella joven de enredados cabellos negros, rabisalsera y hermosa. Sus pensamientos vagaban con tristeza por la era al tiempo que sus provisiones se agotaban. Una tarde, el Cigarro se adentró en los montes en busca de algún campesino al que arrancarle unas judías y un poco de tabaco. Ya al anochecer, se acercó silencioso a un mas habitado por una familia de segadores. A punta de trabuco, el Cigarro consiguió algunos víveres y fue informado de los rumores que corrían por los mentideros de la plaza sobre la espada de Damocles que amenazaba su cabeza, y de las murmuraciones y chafarderías escampadas por correveidiles sabelotodo, a la fresca de la noche, sobre las palabras de admiración que el guardia Nicanor dedicaba a la Severina, inspirado por los matices perfumados de albahaca y hierbabuena que la esbelta moza desprendía cuando regresaba de la fuente con el cántaro sobre su cabeza. Sin desvelar su escondite a los presentes y con la promesa temerosa de aquellas gentes de no revelar aquel encuentro, el Cigarro regresó a su refugio amparado por la oscuridad de la noche sin luna y con las sienes encendidas por la cólera causada por las murmuraciones que acababa de escuchar. Los celos cabalgaban entre nubes tenebrosas y en los montes de la sierra ya sonaba el tremebundo tronar de los trabucos de la ira; a su paso, las rabosas y lechuzas huían despavoridas intuyendo el olor amenazante de la pólvora quemada, cuando en la solemne negrura de los montes brillaba la encendida brasa de una colilla entre sus agrietados labios, y sobre su cabeza relumbraba un halo de tragedia justiciera: ‘Si aquel cabrón osaba cortejar la Severina, era hombre muerto’.
Al brigada Almansa le llegaron rumores de la presencia del Cigarro por los montes de la sierra. Un cazador furtivo a resguardo de la noche, un pastor en duermevela o un vagabundo sin escrúpulos había avistado un jinete extraño y se había ido de la lengua. Antes que canta un gallo, una patrulla guerrera cruzaba los montes camino de los altos de la sierra de Ontiñena. El brigada mandaba la fuerza formada por tres guardias y un cabo altivo y sin miedo. Hacia las cinco de la tarde, negros nubarrones amenazaban los montes cuando los guardias divisaban la sierra.
Aquella tarde aciaga, el Cigarro afilaba su navaja cuando despertó una ventolera del oeste que elevaba remolinos arcillosos hasta el cielo y hacía rodar por los campos las resecas barrellas. Unos cuervos volaron asustados sobre el tejado cuando el rayo se clavó en el horizonte iluminando unas siluetas siniestras a caballo que observó el Cigarro. El bandolero se temió lo peor y se apresuró a la huida. Un trueno aterrador resonó entre las laderas y espantó la mula que se lanzó, camino abajo, hacia los guardias, desvelando su guarida a la patrulla. Ya llovía a sábanas sobre el valle y el agua empapaba las capas azules que escondían las armas. Cerca del lugar, el brigada ordenó descabalgar y rodear aquel mas que los relámpagos iluminaban en lo alto del tozal; tomadas las posiciones, el brigada lanzó un ultimátum con instrucciones claras que evitasen la desgracia: ‘!Está usted rodeado, bandolero, ríndase a la guardia!’. El Cigarro no se dio por vencido y se encomendó al trabuco y a su navaja; dentro del mas no tenía escapatoria y salió corriendo hacia la era; el primer disparo de los guardias resonó como un horrible trueno que espantó las ratas. El Cigarro repelió el ataque y salió veloz, dando quiebros entre los espartos, barranco arriba; al instante, la intensa luz de una centella enmarcó su huída, y un tiro certero del cabo lo dejó muerto en el barro con la colilla entre sus labios.
Ni tiempo tuvo de redimir su culpa, ni ofensa de galones vengar con su navaja. Y, terminando agosto, fue enterrado entre olores de albahaca y manzanilla, sin responsos ni homilías, a resguardo del cierzo y las habladurías.



Este relato obtuvo el Premio Comarcal en el II Concurso Literario organizado por la Comarca Bajo/Baix Cinca

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