Aljeceros por el mundo. Terrassa
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Del fotògraf terrassenc Xavier Francino |
A los ocho años, la Catalina había
marchado a Tarrasa en compañía de sus padres que habían conseguido, gracias a
intervención de un pariente lejano, un empleo de fogonero, el padre, en la
fábrica de ladrillos Almirall donde conoció a Marià Masana, maestro de obras
que había dirigido la construcción de la chimenea de ladrillos de la bòbila cinco años antes –la más alta
construida hasta entonces con 63 metros superando la altura del monumento a
Colón de Barcelona, una salida de dos metros de diámetro y una escalera
helicoidal con 217 peldaños y barandau de hierro— y que le proporcionaría
los contactos necesarios que le permitieron ganarse la vida de paleta cuando cerró la bòbila doce años más tarde. Mientras, la
madre hacía trabajos de costura para una tienda de ropa del barrio, estrechando
cinturas, plisando faldas, bordando ajuares y almidonando enaguas. Fueron
años duros con jornadas de trabajo sin horario por la gran demanda de ladrillos
para la edificación de bloques de viviendas a bajo coste que demandaba el
empuje migratorio que buscaba en Terrassa un futuro mejor. Constructores sin
escrúpulos conseguían permisos de los amigos del ayuntamiento edificando en
descampados sin servicios de alumbrado y barro bajo los zapatos; contaban con
mano de obra barata acostumbrada a trabajar de sol a sol en fincas de marqueses
y en los áridos campos de secano, gente dispuesta a sacar adelante a los hijos
y procurarles una formación que les permitiese progresar. Con gran esfuerzo,
pagaron poco a poco la hipoteca de una casita antigua de planta baja con
angolfa en la calle de Sant
Caietà, cerca del Raval, que
su padre acondicionaba en los pocos ratos disponibles que quitaba del dormir:
alicataba el baño con rajoles blanques, repasaba la
instalación eléctrica y pintaba las habitaciones de azulete, como en el pueblo.
Con el tiempo, la Catalina acabó sus estudios de educación primaria y estudió
comercio y administrativo en la Academia Cultura Práctica de la calle de Sant Pere, mientras se
tragaba la vergüenza de los muros con pintadas, xarnegos fora, que
le humillaban.
En aquella noche calurosa, paseando con
las vecinas sobre el puente, la Catalina relataba la desgracia de setiembre del
sesenta y dos. Las pupilas de sus humedecidos ojos reflejaban la luna llena de
agosto cuando narraba a sus amigas del pueblo los desastres de la gran riada de
la Rambla que arrastraba los escombros de las casas derruidas a su paso
causando la muerte y desolación en la ciudad; estaba acostumbrada a ver bajar
las aguas desbordadas por la Valsalada de su pueblo pero aquello sobrepasaba
cuanto pudiese imaginar. Por las ondas de Radio Barcelona sonaban graves las
palabras de Joaquín Soler Serrano narrando la tragedia, unas palabras que
conmovieron los corazones de todos los rincones del país consiguiendo la ayuda
necesaria para las familias de las víctimas. A los dieciocho años y con gran
orgullo de sus padres, la Catalina consiguió un empleo de administrativa en el
ayuntamiento. Paseando entre las acacias de la Rambla en las tardes de domingo,
la Catalina sonrojaba con las palabras apasionadas que le susurraba el Pep –como las que sonaban en estéreo por
la pantalla del cine Cataluña con Gregory Peck en Vacaciones en Roma— un joven
con bigote, cabello engominado y bien vestido que parlava en català y que tenía un puesto de bacallà, olives, llaunes, arengades y altres saladures en el “Mercat de la Independència” de
Terrassa.
La temperatura de la noche calurosa
incitaba a alargar aquel paseo de recuerdos por la Avenida del Alcanadre más de
lo habitual. El reloj de la torre daba los cuatro cuartos para las doce cuando
se cruzaron con el Nissan Terrano de la guardia civil, en ruta de vigilancia.
Sea por las ganas de preguntar o por aquel encuentro armado, que la María del
Barbero trajo a colación el tema de la independencia de Catalunya, que la
Catalina evitaba comentar.
─ Miá, nina, lo que tenga que pasar, ya
se sabrá.
─ Aura que estás a punto de jubilate vienen con estas!
La Catalina no tenía por costumbre votar
en las elecciones catalanas pero los acontecimientos del último año le tenían
preocupada. Al Pep, votante fiel de los convergents,
el escándalo del Pujol le había desengañado de tal modo que no quería saber
nada de política, pero ella, acostumbrada a mirar las cosas con prudencia y más
con la cabeza, pensaba que no les convenían más aventuras de las que ya habían
pasado en su vida y había decidido votar al Iceta. Como la noche continuaba
bochornosa y la conversación había derivado a un asunto que le ponía nerviosa,
la Catalina dio por terminado el paseo cuando el eco de las horas aún sonaba
entre los muros de la calle del Torno. Aquella noche, a la Catalina, le costó
conciliar el sueño.
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