Aljeceros por el mundo. Terrassa

Del fotògraf terrassenc Xavier Francino
Como solía hacer cada noche después de fregar los cacharros de la cena, la Catalina salió a tomar la fresca con las vecinas. En el abrasador verano de 2015, las tertulias se iniciaban con los comentarios sobre las altas temperaturas que aletargaban los cuerpos que buscaban alivio en la noche y que el oreo del río no conseguía refrescar ni en las madrugadas. La Catalina de la Lavandera pasaba unos días de vacaciones en el pueblo con el Pep en una casa junto al río que heredó de la Felisa, una hermana soltera de su madre. Paseando por el puente junto a sus vecinas, el sordo rumor de las aguas que rompían en los cuchillos de piedra arrastraban palabras de nostalgia de otros tiempos.
A los ocho años, la Catalina había marchado a Tarrasa en compañía de sus padres que habían conseguido, gracias a intervención de un pariente lejano, un empleo de fogonero, el padre, en la fábrica de ladrillos Almirall donde conoció a Marià Masana, maestro de obras que había dirigido la construcción de la chimenea de ladrillos de la bòbila cinco años antes –la más alta construida hasta entonces con 63 metros superando la altura del monumento a Colón de Barcelona, una salida de dos metros de diámetro y una escalera helicoidal con 217 peldaños y barandau de hierro— y que le proporcionaría los contactos necesarios que le permitieron ganarse la vida de paleta cuando cerró la bòbila doce años más tarde. Mientras, la madre hacía trabajos de costura para una tienda de ropa del barrio, estrechando cinturas, plisando faldas, bordando ajuares y  almidonando enaguas. Fueron años duros con jornadas de trabajo sin horario por la gran demanda de ladrillos para la edificación de bloques de viviendas a bajo coste que demandaba el empuje migratorio que buscaba en Terrassa un futuro mejor. Constructores sin escrúpulos conseguían permisos de los amigos del ayuntamiento edificando en descampados sin servicios de alumbrado y barro bajo los zapatos; contaban con mano de obra barata acostumbrada a trabajar de sol a sol en fincas de marqueses y en los áridos campos de secano, gente dispuesta a sacar adelante a los hijos y procurarles una formación que les permitiese progresar. Con gran esfuerzo, pagaron poco a poco la hipoteca de una casita antigua de planta baja con angolfa en la calle de Sant Caietà, cerca del Raval, que su padre acondicionaba en los pocos ratos disponibles que quitaba del dormir: alicataba el baño con rajoles blanques, repasaba la instalación eléctrica y pintaba las habitaciones de azulete, como en el pueblo. Con el tiempo, la Catalina acabó sus estudios de educación primaria y estudió comercio y administrativo en la Academia Cultura Práctica de la calle de Sant Pere, mientras se tragaba la vergüenza de los muros con pintadas, xarnegos fora, que le humillaban.
En aquella noche calurosa, paseando con las vecinas sobre el puente, la Catalina relataba la desgracia de setiembre del sesenta y dos. Las pupilas de sus humedecidos ojos reflejaban la luna llena de agosto cuando narraba a sus amigas del pueblo los desastres de la gran riada de la Rambla que arrastraba los escombros de las casas derruidas a su paso causando la muerte y desolación en la ciudad; estaba acostumbrada a ver bajar las aguas desbordadas por la Valsalada de su pueblo pero aquello sobrepasaba cuanto pudiese imaginar. Por las ondas de Radio Barcelona sonaban graves las palabras de Joaquín Soler Serrano narrando la tragedia, unas palabras que conmovieron los corazones de todos los rincones del país consiguiendo la ayuda necesaria para las familias de las víctimas. A los dieciocho años y con gran orgullo de sus padres, la Catalina consiguió un empleo de administrativa en el ayuntamiento. Paseando entre las acacias de la Rambla en las tardes de domingo, la Catalina sonrojaba con las palabras apasionadas que le susurraba el Pep –como las que sonaban en estéreo por la pantalla del cine Cataluña con Gregory Peck en Vacaciones en Roma— un joven con bigote, cabello engominado y bien vestido que parlava en català y que tenía un puesto de bacallà, olives, llaunes, arengades y altres saladures en el “Mercat de la Independència” de Terrassa.
La temperatura de la noche calurosa incitaba a alargar aquel paseo de recuerdos por la Avenida del Alcanadre más de lo habitual. El reloj de la torre daba los cuatro cuartos para las doce cuando se cruzaron con el Nissan Terrano de la guardia civil, en ruta de vigilancia. Sea por las ganas de preguntar o por aquel encuentro armado, que la María del Barbero trajo a colación el tema de la independencia de Catalunya, que la Catalina evitaba comentar.
─      Miá, nina, lo que tenga que pasar, ya se sabrá.
─      Aura que estás a punto de jubilate vienen con estas!
La Catalina no tenía por costumbre votar en las elecciones catalanas pero los acontecimientos del último año le tenían preocupada. Al Pep, votante fiel de los convergents, el escándalo del Pujol le había desengañado de tal modo que no quería saber nada de política, pero ella, acostumbrada a mirar las cosas con prudencia y más con la cabeza, pensaba que no les convenían más aventuras de las que ya habían pasado en su vida y había decidido votar al Iceta. Como la noche continuaba bochornosa y la conversación había derivado a un asunto que le ponía nerviosa, la Catalina dio por terminado el paseo cuando el eco de las horas aún sonaba entre los muros de la calle del Torno. Aquella noche, a la Catalina, le costó conciliar el sueño.


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